En mi obstinada, insignificante y despreciable opinión, el otorgamiento de un premio es un accidente. Resulta algo parecido a recorrer la calle y, repentinamente, recibir en la tela de tu camisa la cagarruta de un pájaro. Octavio Paz llegó a sugerir que, respecto a las preseas literarias, la única virtud al obtenerlas es que te son concedidas por otros escritores. Sí, yo podría estar de acuerdo con esta aclaración, mas los escritores pueden llegar a ser tan diferentes como lo son una banana y una frambuesa. Además, jueces diferentes elegirán condecorar, la mayoría de las veces, a escritores, artistas o filósofos distintos. A raíz de ello, los intelectuales se desplazan en manada, crean grupos, acaparan determinado certamen, y sahúman a sus amigos a la espera de ser considerados por los accidentados (o premiados) para obtener ellos mismos cualquier otra distinción. Se trata de una dinámica de casino. Cierta vez, en Lake Tahoe, Nevada, mientras jugaba a esconderme de los policía de un casino —no tenía yo la edad suficiente para visitar esos lugares— una anciana sufrió un infarto mientras jugaba en una máquina tragaperras y murió sobre la mullida y a la vez promiscua alfombra del lúdico edificio. La mayoría de los jugadores en otras máquinas no le dedicaron a la recién fallecida demasiada atención. La miraron de reojo y antes de continuar apostando a la suerte, una o dos personas dieron apenas un grito para que se presentaran los paramédicos quienes, imbuidos de una velocidad inusitada, se llevaron el cadáver a otra parte. Me imaginé que sucesos similares tenían lugar a menudo entre el ejército senil de ludópatas que consumían toda la noche apostando en los juegos de azar.

Es una obviedad añadir que quien cree merecer un premio sufre de alguna afección emocional o mental: es un don nadie que, de pronto, se transforma en alguien. Quiero creer que acomodarse en el olvido posee en sí una intrínseca virtud que la de merecer un premio. Aludo, en general, vía estos juicios y palabras a los ámbitos éticos y estéticos de la creación humana, pues, por ejemplo, en las olimpiadas, nadie podría negar que la gimnasta Nadia Comăneci y el corredor Carl Lewis se hicieron acreedores legales de sus medallas, aunque la gracia posee cierto peso en la disciplina de la adolescente rumana que nos embelesó desde Montreal. Bastaba verla subir y juguetear en la viga de equilibrio, u observar como el sprint del atleta negro de Alabama dejaba atrás al resto de los competidores. Yo he recibido dos o tres premios, sin embargo jamás cometí el disparate de creer que los merecía, lo que no interfería en la felicidad que me despertaba el hecho de poder pagar la renta unos meses, comer en algún restaurante de platillos decorosos o comprar las viandas y licores que me dan placer. El dinero me estimulaba, no la celebridad o la infame competencia.

Como saben, Thomas Bernhard escribió que recibir un premio semejaba a que le defecaran en la cabeza. Deben, les ruego, perdonar al escritor austriaco ya que su amargura, sus enfermedades y su conmovedora literatura, le permitían esta clase de rancias expresiones. Ahora que he comenzado a leer las memorias de Winston Churchill, no olvido que el estadista inglés recibió el Premio Nobel de Literatura. Se trataba de un político de importancia y biografía intimidantes. Es, en vista de estas recientes lecturas, que me despiertan una sarcástica piedad el grupo de mastodontes y déspotas políticos (tiranos, destructores de democracias, monarcas ególatras) que hoy en día gravitan en el mundo, como si el tiempo no hubiera transcurrido. A uno de ellos se le ocurrió proponer a Donald Trump como Premio Nobel de la Paz. Los dadaístas y los punks han ganado la partida. Estamos de fiesta. Tamaña estupidez sólo puede nacer en el seno de un conciliábulo de tiranos que presionan a los jueces desde el seno de una comunidad poderosa, elitista y disparatada. En la literatura o las artes, como se dice, no se cantan mal las rancheras. Los premios son accidentes, y se celebran cuando ayudan a pagar la renta. Mozart murió en la pobreza y endeudado, por ejemplo. Cuando alguna vez, hace ya casi dos décadas, me invitaron a presentar una de mis novelas en Viena, me encontré con la paradoja de que esta ciudad presume a Mozart en casi todos los ámbitos como el artista vienés —aunque nacido en Salzburgo— por excelencia. Mil veces carajo.

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