Quitarle la vida a otra persona es un hecho siniestro y bárbaro al que nos hemos acostumbrado con demasiada docilidad, aun en el primer cuarto del siglo XXI. Tal parece que el progreso moral es una utopía o un anhelo civil imposible. Fuera de ello existe una actitud crítica civilizada que se practica de manera individual. Hace unos días le confesé a un amigo que, en lo personal, me seduce incomodar, molestar, picar la cresta; se trata de una gimnasia de conocimiento: llevar hasta sus últimos límites el temperamento, la paciencia o la tolerancia de alguien, mientras con ello no se desate la violencia física, sino la duda, la sospecha, la incredulidad, el menosprecio e incluso el odio. Así lo han hecho varios escritores y filósofos: Ricardo Garibay, Huberto Batis, Paul Feyerabend y tantos más. Desear ser querido por otros es un anhelo algo ridículo. Quien te quiere o exclama un sentimiento de amor hacia ti podría llegar a conocerte lo suficiente como para lastimar tu ánimo o provocarte el mayor sufrimiento.
Cuando escribo, como ahora, haciendo uso de la primera persona, en realidad estoy tratando de esconderme (lo he confesado antes): fingir y poner en juego mentiras efímeras e interesantes; o no. ¿Quién puede pensar que en el ámbito ético y literario existe un lenguaje preciso? Cualquiera que exprese su opinión acerca de “la realidad” sólo nos ofrece su punto de vista. Sería preferible que alguna vez escribieran sobre cómo los traicionan sus amigos, sus personas amadas, su perro. Si su intención es obtener cierta celebridad agregaría que el éxito, como lo refería Churchill, es el sobrevivir a todos los fracasos. Y entonces, después de acercarme a la intimidad de quien escribe, aceptaría que me colme con su conocimiento empírico. En tres frases un escritor se descubre, así es, ¿o quién oculta su abundante panza bajo una camisa holgada?
Molestar. Si uno es incapaz de causar antipatía entonces es similar a un bulto, un cachorro tierno y muerto a causa de tanta vida. Vuelvo a la primera persona. Acostumbro a utilizar lentes negros y hace unos días, alguien criticó tal excentricidad puesto que nos hallábamos dentro de un restaurante a medianoche y no nos azotaba el penetrante sol. Le dije: “Uso lentes negros para que no se percaten del desprecio que les tengo”. Mi contertulio tomó mis palabras de manera personal, estuvo conmigo unos minutos más y se fue. Confirmé que a mi tumba acudirán sólo los cuatro puntos cardinales. Cioran molestaba por disciplina; Baudelaire porque tenía podrida y diminuta el alma. Mas no aludiré a escritores y sólo exclamaré: no pierdan la oportunidad de molestar a los demás, de conocerlos, de tener noción de sus límites morales. Que así sea aunque nos quedemos solos, que ya estamos. La sociedad mexicana es susceptible y mojigata. Nadie, a no ser que viva en estado extremo, expresa lo que le sucede o siente. Yo lo acostumbro ocasionalmente para que tengan noticias acerca de aquel que firma esta columna y que por más doctas o eruditas o pueriles que sean mis citas y opiniones provienen de alguien que miente honestamente, aunque escriba en primera persona. Uno que soy yo pero que es otro. Les sugeriría que de vez en cuando molesten a quien tengan más cerca, sólo por gimnasia moral; háganle saber que existe a su lado una malicia, una maldad que pese a ser indefensa, los mantendrá intranquilos. La soledad se construye a pulso y cuando uno la alcanza podrá entonces respirar confortado y comprobar que ha vivido. ¿Quién afirma esto? Un yo que es otro yo, claro.