El diablo le asestó en la cabeza un golpe a mi querido padre y este decidió recluirme, durante mi adolescencia, en una escuela militarizada (lo narro en una de mis novelas). A él le seducía la disciplina marcial, pero ya sabemos que los enfermos desean casi siempre compartir su enfermedad. Yo carecía de sólidas opiniones al respecto y no me revelé como ordenaban los cánones: “Aléjate de esas perversas crujías”, debió susurrarme al oído alguna voz sabia —tal vez la de E.M. Cioran, quien también sufrió la tortura de ser cadete—, pero sólo mi abuela se opuso, furiosa, sin que su recelo modificara la decisión de mi padre. En mi escuela, aunque había maestros civiles, la mayoría de las autoridades la representaban los militares. Todos ellos eran blanco sencillo de la corrupción: podías obsequiarles una botella de ron y te permitían ausentarte de las prácticas o faltar a clases. La ambigüedad de su rostro ético me parecía siniestra y conveniente: aplicaban las normas según su beneficio y esta misma conducta la transmitían a los alumnos, de tal manera que premiaban a los estudiantes malvados y más temidos de la escuela con galones y puestos de mando.

Los militares nos golpeaban, extorsionaban, “educaban” e intimidaban a los profesores civiles, mas si eras avispado podías negociar con ellos. Entre sus huestes había tenientes, capitanes y uno que otro marino: un verdadero cuartel del averno. Fue una paradoja que siendo yo niño deseara ser policía, no sospechaba que semejante pulsión estaba más apegada a mi espíritu de hacer justicia que a sostener el peso de la realidad. A mediados de la preparatoria podía ya considerarme un ávido lector y fue en las novelas donde encontré a mis cómplices, a otras víctimas del asedio militar y de la ridícula autoridad: Las tribulaciones del estudiante Törles, de Robert Musil, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, en cuyas páginas vi descrita mi escuela como una extensión del colegio militar de Lima, Leoncio Prado.

Mi aversión a los militares no sólo proviene de mi sórdida experiencia en mi escuela, sino de otros encuentros con ellos en carreteras y aduanas (incluidas las de otros países). Recuerdo que un grupo de marinos que nos encontró a una amiga y a mí dentro de un automóvil en el estacionamiento —a esa hora de la tarde casi vacío— del Canal de Cuemanco. La tomaron y la condujeron hacia una camioneta donde intentaban violarla. Yo tenía 18 años, pero mi experiencia en la escuela militar más el hecho de que yo conocía a un almirante que nombré a gritos nos permitieron librarnos de aquel entuerto (recuérdese que en los años setenta del siglo pasado el Canal de Cuemanco entraba en la jurisdicción de la Secretaría de Marina).

Mis encuentros con la policía capitalina desde hace cuarenta años son varios y todos decepcionantes. Hay justicia si posees dinero suficiente. Hay leyes si las monedas circulan. El mayor dilema al que se enfrenta México en asuntos de seguridad es la desconfianza endémica de los ciudadanos hacia quienes deberían velar por su seguridad. Cualquier principio ético se desmorona si los supuestos guardianes del contrato social son delincuentes. Lo que ha sucedido recientemente respecto a algunos marinos es una anécdota de grandes dimensiones, mas el problema fundamental, lo reitero, es la desconfianza cultivada desde hace décadas y heredada como una enfermedad crónica en el país. Todos sabemos —debido a que somos mexicanos— que es común e incluso una tradición la colusión policiaca y militar en asesinatos como los de Ayotzinapa, así como en tantos episodios violentos en el ámbito del narcotráfico criminal. Soy regularmente escéptico ante las buenas noticias pasajeras. Hay que escavar más profundo (para ello se requiere un cambio de paradigma moral en la población, el cual, acaso, sólo podría lograr la educación, el arte y la cultura. Esta última, me entero, perderá presupuesto el año siguiente). Es vital una transformación de la conciencia ética de la ciudadanía y de la milicia futura. Pasarán todavía varias décadas para que ello suceda, si tienen suerte. Con razón cuando era un niño quería ser policía (lo narro en mi novela El hombre mal vestido): para ofrecer justicia y hacer el bien. Hoy sé que ello se debió a un motivo que me exculpa: era yo un niño.

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