Allí donde hay un rey, a su alrededor se reunirán ejércitos de esclavos o súbditos quienes ni siquiera poseen una noción clara de quién es el monarca y cuáles son las razones de su poder, excepto la autoridad sostenida en la costumbre. Los esclavos deben desechar las preguntas y sumergirse en el papel que les ha tocado llevar a cabo. El fanático es similar a los integrantes de aquellas masas postradas, sólo que contiene en su fanatismo una cierta aura lúdica: es él mirándose a sí mismo admirar a una celebridad que lo representa con el propósito de conminarlo a existir. El esclavo es la aleación perfecta del amo. El fanático es un ser en esencia solitario en busca de una estrella que oriente sus pasiones y lo mantenga atado a su soledad. Thomas Carlyle, en su libro acerca de los héroes, escribió que un hombre no es capaz de saber a menos que adore en algún modo. El ensayista escocés creía que los héroes guiaban a la humanidad (Borges lo denominó el verdadero inventor del fascismo). Yo creo lo contrario: no es la actual una época propicia para los héroes, líderes o monarcas en cualquier ámbito. Sólo el parlamento es capaz de mantener una conversación a la altura de los tiempos complejos en los que se viven. Los anarquistas, en sus más diversas facetas, han sido atinados en su intuición: si no en sus ideas, sí en su propósito.

Acaso el medio de las artes contemporáneas sea el menos propicio para los desplantes monárquicos o guiados en alguna dirección. La sustancia que comprende las artes es heterogénea, maleable, conmovedora e inesperada. Hobbes creía que la competencia y el deseo de celebridad suponían los peores defectos de la humanidad. La fama por lo general es un accidente y un ardid pasajero que sostiene todavía la idea de los héroes o grandes artistas. Nada de ello tiene sentido en la actualidad: se trata de un gesto ridículo y contrario a la diversidad que constituye a las artes. La fortuna me ha llevado a tratar con los artistas más creativos de mi época y a escribir decenas de ensayos acerca de su obra; no obstante los vasos comunicantes que se establecen entre ellos no son definitivos, sino más bien obedecen a la perspectiva de quien los establece. Uno de estos artistas es Joaquín Segura, quien desde sus inicios como artista, se inclinó por aniquilar el sentido trascendental y célebre de las obras de arte y de los creadores. Hace casi 30 años estoy atento a su trabajo.

¿En qué canon cobijarse? Si dios no existe todo está permitido, y si toda palabra vale como testimonio entonces ¿los relatos acerca de cada obra o artista son por antonomasia parciales? Casi no encuentro una crítica en la que no se pondere y vuelva a proclamarse la muerte de los "meta relatos" que, en palabras comunes, quieren decir "verdades o raíces sobre las cuales construir tradición y conocimiento." El arte es, en efecto, un medio de auto comprensión, pero esta comprensión no se halla completa sin la mirada del otro, sin su crítica e incluso sin el concurso o desaprobación del público que es testigo de la obra creada.

Este breve preámbulo ubica de buena manera mi relación con las obras de Joaquín Segura. Si Joaquín ha permitido que la insolencia se vuelva expresión cotidiana de su trabajo es porque a simple vista da la impresión de que no tiene ninguna valencia ontológica qué perder. Sus obras no parecen ser concebidas para agotarse en las consecuencias que provocan, ni buscan de manera premeditada una reacción específica (aunque algo así suceda a menudo). En todo caso, es más notorio su deseo por desnudar conceptos aparatosos como los de arte o poder y mostrarlos sin ningún tipo de dirección o elaboración determinada de antemano. Como si la inocencia naciera en el momento mismo de develar lo que todos sabemos. Creo que la incomodidad que causan las obras de Joaquín no proviene precisamente de su poder de provocación o de su crítica a los valores humanistas o a los símbolos profanos que devienen religiosos o sagrados, sino simplemente de su estar allí sin más atributos que su presencia. Acentúo en la obra de Joaquín Segura la mordacidad, la provocación o las fobias convertidas en maldiciones como fragmentos de un juego que se pone en marcha cada vez que el artista intenta obtener sentido de o desde la destrucción. Está en su derecho de estimular el juego porque no tiene caso ser correcto cuando el lenguaje no conoce esa clase de limitaciones, ni mucho menos se circunscribe a un espacio reconocido como "bueno" por todos los practicantes de ese lenguaje. Hay en los desplantes estéticos de Segura una carga de insolencia y temeridad tan genuinos que no me dejan impasible. Al mismo tiempo es sencillo imaginarse y comprobar la abulia que los mitos contemporáneos del arte deben causar en Joaquín. Creo que él y tantos artistas ajenos a la ingenua y ordinaria celebridad estarán de acuerdo en el hecho de que todos lo sabemos entre todos, aunque siempre emerja alguien que se autonombre o sea proclamado emperador por sus pares, fanáticos o por el poder que designa títulos según su conveniencia.

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