Una de las mayores ironías a las que se enfrenta cualquier ser humano, dotado del don de la observación o la costumbre de la autocrítica es que, por más años que corran, será muy difícil obtener certezas indiscutibles. El dibujo que hacemos del mundo es apenas un bosquejo borroso. Incluso las personas más cercanas a uno llegan, en cualquier momento, a tornarse extrañas, o se alejan con rumbo a otros derroteros. Las ideas que parecían fundamentales para vivir se desvanecen o se erosionan lentamente en el horizonte. Es posible que esta sea la causa de la angustia permanente que suele acosarnos sin tomar descanso. ¿Qué se hace entonces? Además de asumir la existencia de una soledad intrínseca a la sensibilidad humana no queda otro remedio que inventar amistades, enemigos, filosofías, servilleteros o convicciones. Ese autor francés, Remy de Gourmont (1858-1915), en esencia olvidado, escribió que una opinión sólo es desagradable cuando se vuelve una convicción. Es decir, cuando se endurece o se esgrime en contra de los demás o de uno mismo. Kierkegaard lo escribe bellamente, aunque sus palabras no alivian o amenguan el desasosiego: “La angustia es un desmayo femenino en el cual cae la libertad”.

El párrafo anterior es un preámbulo o un pretexto para reafirmar que la idea de generación tiende más a ser una reunión de soledades y es bastante prudente dejar de creer que uno pertenece a ella. Apenas te identifican con una de estas aglomeraciones clasificadas quedas atrapado a ojos de los demás, eres un insecto al cual se le coloca y ordena dentro de una caja o de una definición. Recuerdo ahora el famoso libro de Douglas Coupland, Generación X, publicado en 1991, en el que se narraban los efectos que sufría un grupo de jóvenes destinados a ser toda su vida empleados de alguna empresa y vivir por siempre en casa de sus padres. Su edad y la circunstancia social o económica en que se encontraban los condenaba a ser parte de una generación, fragmentos de la misma piedra, cosas (es sencillo advertir que la noción de clase social se encuentra ligada a esta forma de comprender a los seres humanos).

La juventud no se halla concentrada precisamente en los jóvenes aunque estos representen su común definición. Puedo afirmarlo de esa manera ya que en la décadas recientes he estado rodeado o cerca de personas que, en apariencia, se hallan todavía más cerca de la cuna que del ocaso. Y sería un insulto para ellos que los entrometiera dentro de una generación. Tal hecho no significa que a determinada edad no existan necesidades comunes y que las posibilidades de realizar algún proyecto sean mayores en unos que en otros. A mi edad, por ejemplo, ya me es imposible correr un maratón o si caigo de un árbol lo más probable es que me quiebre un hueso. Así es, pero eso no significa que deba yo pensar de determinada manera ni que la invención de mis convicciones sea tan definitiva que me convierta yo en una roca en el camino. Con estas palabras intento sugerir a los jóvenes de cualquier edad que no permitan el libre paso a las clasificaciones dogmáticas ni que nadie les hurte la posibilidad de aprender a pensar, observar, sentir antes de creer que representan alguna clase de solución abstracta y futura. Hay que pelear, sí, con el propósito de sobrevivir, de no ser humillados o amedrentados por criminales, y si para ello es necesario unirse a otras personas nadie podrá impedírselos.

Susan Sontag, en Bajo el signo de Saturno, estaba segura de que el gusto de Walter Benjamin por la ironía y el conocimiento de sí mismo lo apartó de la mayor parte de la cultura posterior a su vida. No perteneció a una generación, ni transigió adulterando su pensamiento; sin embargo, algunos no podríamos imaginar el presente sin la huella de su escritura. Y termino insistiendo, una vez más, que las citas de libros o autores que me empeño en expresar no intentan educar a nadie, sino acaso compartir o hacer un trasvase con otras soledades afines; literatura y pragmatismo, pues.

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