Uno es niño siempre y luego se muere. Quizás esta sea la razón por la cual estos niños le otorgan tanto valor al legado, a la huella que dejarán en el futuro. Es posible que deseen ser recordados de determinada manera; por ejemplo: “Fue una persona íntegra, generosa y coherente cuya herencia ha hecho de este mundo un lugar mejor para vivir.” Es un deseo comprensible, aunque no puede importarme menos. Lo que hacemos por el bien de uno y de los demás se crea o afianza todos los días, como si el nacimiento se postergara indefinidamente; se comienza a cada momento y un escalón te lleva a otro y después a otro y así hasta que el silencio se impone o decreta la inmovilidad de nuestros pasos. Me complacería ufanarme, como lo hiciera el escritor austriaco Gregor von Rezzori, de ser un impecable observador de mi ombligo. Lo impide mi inconsciente empeño por la distracción, aunque si lo pienso detenidamente, uno consume su tiempo mirándose el ombligo, rascándose los sobacos mientras observa esa diminuta oquedad que es hecho y metáfora del principio y de la conclusión de la vida tal como la conocemos. Uno observa su ombligo incluso cuando realiza acciones de cualquier índole o lanza a cierto público importantes y ridículas expresiones que intentan construir sentido. Lo hace porque carece de tiempo para pensar en la brevedad de su vida y debe inventarse un oficio, una importancia capaz de grabar su impronta en el mundo venidero, o simplemente lo apremia la necesidad de llenar su plato de sopa. Se comienza todos los días (me lo repetía Juan José Gurrola), pues el ombligo no se marchará y su papel es el de estimular la memoria de nuestra finitud e insignificancia.

Albert Einstein, además de confeccionar ecuaciones adecuadas a su pensamiento y de esforzarse en crear leyes generales sobre el comportamiento de la materia, gustaba de escribir y hacer comprensibles sus ideas a las personas que se miraban el ombligo mientras desempeñaban otra clase de actividad: es decir, a los legos en física. Me ha sorprendido leer el párrafo siguiente del físico judío: “En principio, creo, junto con Schopenhauer, que una de las más fuertes motivaciones humanas para entregarse al arte y a la ciencia es el ansia de huir de la vida de cada día, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía.” Escribir un párrafo semejante no hace de Einstein un ser pesimista, pero acentúa su sabiduría al recordarnos la fugacidad y relatividad de los actos que realizamos en el presente. Cuando Norman Mailer expresó en una entrevista: “Hay un exceso de gente que escribe en la actualidad y que no entrega arte al mundo. Pero se hace terapia a sí misma”, me parece que estaba describiendo atinadamente nuestra época. Y, sin embargo, apuntalando la idea de que se comienza todos los días, todo escritor debe mirarse el ombligo de alguna manera, pese a que al hacerlo lastime de alguna forma los sentidos de los lectores atentos.

Como se habrán dado cuenta, los temas que uno trata en una conversación cambian de lugar e importancia más allá de considerarse trascendentales por antonomasia. No hay un tema, escribió R. L. Stevenson, que debamos idolatrar más allá de lo que nos lleve el deseo. Si quiere uno referirse, por ejemplo, a Trump, tiene todo el derecho a hacerlo, a pesar de que este hombre no sea más que un niño al que otros niños han exaltado. ¿Y qué hacen los infantes? Cualquier cosa, si no se les cuida. Un primo mío, de cuatro o cinco años de edad, quiso hacer una fogata bajo la cama e incendió media casa. Estuvo a punto de quemar a sus padres y abuelos. ¿No es lo que hacen los niños si no se les educa o se les tiene cuidado? Cada uno de nosotros elige los temas que le son importantes y habrá otros asuntos que, a pesar de que lleguen a involucrarnos, no nos resultan interesantes. Cada niño mira su ombligo como puede y lo interpreta como desea. Y después se muere.

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