Más allá de la ciencia y sus métodos de verificación, en la vida cotidiana o en los asuntos éticos, es la mentira la que domina o prevalece en nuestras vidas. Acaso la única verdad (con V mayúscula) que yo podría aceptar es aquella basada o sostenida en un número de mentiras cuyo número tiende al infinito. A mí me agrada escuchar mentiras ya que quien las expresa está escribiendo, sin querer, una novela. En un libro de Milán Kundera leí “La vida es corta, la lectura larga”, de manera que quien miente tal vez está tratando de alargar su propia vida. No obstante, creo que mentir no representa ninguna clase de arte mayor, sino parte sustancial de la vida, es el vulgar reflejo del espíritu, la reacción inconsciente e indomeñable. Pero olvidemos tocar un tema de esta envergadura. Me conformaré hablando de los pretextos que nos dan las personas para evitar hablar o actuar honestamente —si algo así es posible— y salirse por la tangente. Podría afirmar que los pretextos representan una de las tantas ramas del mentir humano.
Si no quieres asistir a una reunión o hacer tal cosa ofreces un pretexto, el cual puede ser ingenioso, ordinario, repetitivo, estúpido o inteligente. No cualquiera posee un arsenal de buenos pretextos y la mayoría los utiliza como una muletilla, sin percatarse de que los pretextos, si son reconocidos por su evidente falsedad, pierden eficacia. No me refiero al hecho de justificarse por haber cometido determinada acción, o para respaldar un argumento: las discusiones o la mala retórica se hallan plagadas de diminutas mentiras, aunque efectivas si obtienen la finalidad buscada. Yo aludo al sencillo pretexto que ensucia las nociones que se tienen acerca de la honestidad. Un ejemplo de ello es el covid, que ha dejado de ser un virus y la enfermedad ideal en la época de las comunicaciones, para convertirse en el mayor de los pretextos si alguien no quiere verte o asistir a una cita: “Me detectaron covid” es una frase ya tan común como “se me hizo tarde” o “tuve un imprevisto”. Mas se trata sólo de un pretexto que todos aceptan de forma dócil y fuera de sospechas; si alguien se declara infectado del virus, se le respeta tanto como si te informara que es católico.
Tengo un amigo que cuando requiero de su presencia me comunica, siempre, que está escribiendo un artículo. Si eso fuera cierto, ya habría superado a George Orwell, Dostoievski y Joseph Roth juntos (todos ellos articulistas de periódico en largos momentos de su vida). Otra buena amiga no duda en informarme que una tía suya murió repentinamente. De ser un hecho cierto y luego de tantas tías muertas, infiero que esta persona debe tener más parentela que Aureliano Buendía. Ahora bien, los hijos son magníficos objetos vivos para ponerlos de pretexto, una mina de vetas puras; o están enfermos; o los padres deben cuidarlos esa tarde; o los niños se metieron en problemas y el director de la escuela requirió su presencia para informarle que su hijo es un monstruo. Otro apreciable amigo me comenta continuamente que se halla, justo en el momento que lo demando, trabajando en su novela. Lleva escribiéndola hace diez años y nada más no aparece el manuscrito por ningún lado. De ser veraz el hecho de que está dedicado a la escritura, su obra tendría tres veces más páginas que el Quijote (como nombramos, cariñosamente, a la célebre novela de Cervantes). El desgraciado cree que un pretexto literario es lo adecuado para mí y que puede embaucarme. Las parejas también son un florecer de pretextos interminables. En el último momento, antes de nuestra cita, su pareja le ha recordado a mi amigo o amiga que ya habían pactado una cita con sus padres. Tu pareja es el armario de múltiples y retorcidos pretextos. Y vamos, los viejos son lo más preciado que existe en estas cuestiones, ya que a cada minuto les brota un achaque y ni modo de no atenderlos. Un amigo tiene una madre autoritaria y enferma que lo conmina a estar todo el tiempo a su lado; por supuesto recuerdo Psicosis, de Alfred Hitchcock, y me imagino a su santa madre como si fuera una osamenta que mira tras la ventana. En mi caso yo también suelo dar pretextos (es consecuencia del mentir ontológico), pero ofrezco muy pocos, y en general, prefiero no responder a una invitación o hacerme el desentendido, o decirles que carezco de ánimos de salir, lo cual regularmente no es falso. Debería aceptar los pretextos que me son ofrecidos como absoluta Verdad y no volver a molestarlos. Termino aludiendo a estas palabras de Goethe: “De joven eres fuerte en grupo; de viejo, en soledad.”