Escribo esta columna inspirado en el libro de un viejo y querido amigo, escritor y filósofo, Leonardo da Jandra. Dentro de la circunstancia en que vivimos actualmente, la obra de escritores que se dedican a pensar son estímulos para construir relaciones con el mundo que es extensión de nuestra mente, suelo en común, ética para la supervivencia. Un ejemplo: la inteligencia artificial simula la inteligencia humana, no la sustituye; es una herramienta conveniente si auxilia al ser humano en el florecer de la buena convivencia. Lo contrario sería un dislate o simple desconocimiento. No obstante, creo que el ser sensato preferirá una inteligencia propia a una artificial (el concepto inteligencia es todavía problemático): la dependencia a una herramienta simuladora es una adicción y va en contra de establecer diferencias entre vidas humanas, construir una casa intelectual propia y edificar horizontes de libertad a partir del individuo enlazado a una sociedad, a una familia o a una comunidad modesta. A causa de ello creo que obras como El estado planetario son fundamentales para el cultivo de la curiosidad intelectual y de la diferencia, pese a que lleguemos a estar en desacuerdo cuando alguna de estas obras se concibe como Verdad única e irrebatible y se oponee al diálogo o al pensamiento diferencial. Se escribe en las páginas del libro citado: “El individuo humano, la familia y la sociedad constituyen los tres elementos dinámicos de todo proceso civilizador.” Y se añade: “No existe más libertad que la que se puede conseguir a través de las instituciones políticas (políticas, económicas, religiosas y culturales). O: “El autocontrol y el autogobierno son las formas supremas de la civilidad.” Es difícil mantenerse en desacuerdo con la crítica a la tontería global, crítica explícita en este libro que, como Montesquieu alaba la virtud, como Erasmo la tolerancia, y, en aguda reiteración a San Agustín, pondera la relación que debería manifestarse entre vida y obra. En cambio, da Jandra desestima a filósofos como Schopenhauer, Rousseau o Richard Rorty, a quienes considera enemigos de una armonía intelectual y causantes de un mal uso de la filosofía.
Leonardo da Jandra, autor de obras filosóficas como La gramática del tiempo; Filosofía para desencantados, y obras de ficción como Samahua; Huatulqueños o La Almadraba, vivió, al lado de su mujer, la pintora Agar, durante 28 años, en Cacaluta, donde proveían sus alimentos tomándolos del mar y la selva, al mismo tiempo que se dedicaban a la lectura, a realizar algunos viajes y a la conciliación o querella con el saber contemporáneo: han sucedido cerca dos décadas desde aquella experiencia formadora. Los libros tendrían que causar conmoción, una especie de agitación y movimiento que dote al ser humano de la posibilidad de pensar por sí mismo y que lo prepare para escuchar y reconocer las voces más sabias y menos retóricas, los pasajes éticos reveladores y orientados a reanudar la conversación que los seres humanos anulan a la hora de entregarse al imperio de los grandes poderes, los cuales acentúan los lugares comunes adormecedores y destruyen la
autonomía o la posibilidad de disentir y concentrarse en un bienestar colectivo y fortalecer la independencia intelectual.
Estoy de acuerdo con Leonardo en que la noción de una libertad sin adjetivos o meramente presentada como concepto ontológico es absurda e inconcebible, además de que se presta a la farsa en la que tantas veces nos sepulta el lenguaje. Hay que bosquejar sus límites y definirla de acuerdo a quienes participen en su creación. Aún así lectura me llevó a varios desencuentros. Leonardo escribe: “No tengo duda de que sin orden ni método, la libertad degenera en caos y anarquía.” Me molesta enfrentarme a la idea de un orden universal, cósmico y virtuoso hacia el que todos debemos tender. Desde mi punto de vista, los libros de filosofía no son biblias y se hallan sujetos a la interpretación y a las más diversas lecturas. En vista de que el caos y el desorden son mundo y circunstancia, es deseable construir una serie de órdenes parciales, cada uno fincado en sus posibilidades y entendimiento, mas con la condición de que se relacionen entre sí en aras de la sobrevivencia y el bienestar. El pragmatismo nos ha llevado a considerar la relación entre órdenes diversos que aún en su relatividad conviven entre sí más allá de la definición de una ortodoxia divina o cósmica. Algo similar sucede con el concepto de método. Ya Walter Benjamin nos había mostrado que su “anti-método” (dispersión creativa) buscaba exiliarse de los dogmatismos y las crueldades propias de los monólogos metafísicos. Ni siquiera en la ciencia se considera ya la existencia de un método universal. Cada entidad crea el sendero o métodos que habrá de recorrer para salvarse del desorden primigenio y encontrar la verdad (con v minúscula) deseada. De cualquier forma tengo más coincidencias que disidencias con El estado planetario, publicado en 2024, por Editorial Avispero.