“Su hijo merece ser corregido”, le aconsejaba mi maestro de sexto año de primaria a mi madre en una junta improvisada al salir de clases. Pronunciaba la palabra “merece” pleno de enojo y ardor, acaso porque lo había contradicho en la clase de civismo. En realidad yo no había ido a la contra de mi profesor, sino solamente había levantado la mano y expresado mi opinión, la cual parecía contraria al libro de texto. Quiero decir que se le encomendaba a mi madre domarme, amansarme, meterme al aro, convertirme en una maceta de corredor. A mi mamá no le temía en vista de que, aun sin hacerlo explícito guardábamos una amable complicidad.

El problema vendría si ella le comunicaba a mi padre los deseos del domador de conciencias juveniles. Entonces la discusión tomaría rumbos imprevisibles y lo más probable es que saldría yo castigado. ¡Cómo odiaba a ese maestro de figura recia, crenchas oscuras y aceitosas! ¿Era tan incorrecto decir lo que pensaba? ¿Acaso no acudía uno a la escuela para formarse tomando en cuenta que dicha formación entrañaba en sí el encuentro de los diversos puntos de vista, el enfrentamiento de las tradiciones, las manías familiares y

las endebles y curiosas preguntas de los alumnos? Mi incorrección no pertenecía a ningún temperamento romántico, Al contrario poseía finalidades positivas. Es verdad que yo discutía pleno de vehemencia, e incluso llegaba a gritar inconforme ante el beneplácito del resto de los alumnos que se hallaban siempre dispuestos a ocupar las bancas de un coliseo. ¿Ellos si se comportaban correctamente? ¿Esos morbosos palurdos incapaces de oponerse a la doctrina que les asestaban en la cabeza representaban el modelo de sociedad que se incubaba en esa escuela?

Me sentía traicionado, no por parte de las niñas para quienes, en muchos casos, actuaba yo conscientemente con el propósito de llamar su atención, hecho que lograba con creces. Y si alguna vez recibí apoyo moral contra la autoridad encarnada en aquel ogro dizque filantrópico fue por parte de las alumnas; incluso los integrantes de mi equipo de futbol, el cual practicábamos durante el recreo, callaban y me observaban molestos y azorados. Lo que ellos deseaban era que no enviaran castigado a la dirección escolar a uno de sus jugadores más hábiles puesto que nuestros enfrentamientos con el resto de los grupos de sexto de primaria resultaban aguerridos y casi mortales.

Ahora, tantos años más tarde, me siento capaz de afirmar que lo que solemos llamar políticamente correcto, llega a ser tan absurdo y limitante que nos hace más desgraciados o nos deja en manos de quien no ha pensado más profundamente en tales asuntos: es verdad que esencialmente sólo intentan sobrevivir al caos, que es la atmósfera misma donde se da la vida. Se trata de una pantomima de la normalidad creyendo que, a través de artimañas impostadas y superficiales, podemos llevar a cabo un efímero destino que tarde o temprano habrá de devorarnos.

No estoy en contra del buen comportamiento civil porque tenemos derecho a creernos eternos, cordiales y dominadores del caos, sólo que no a costa de la inteligencia, la prudencia y la reflexión de los actos y de nuestro propio pensamiento o punto de vista. Si alguien afirma que algunos seres humanos —mujeres, hombres, etcétera— son nocivos, malvados, violentos o acosadores y le arruinan la tranquilidad y la buena convivencia, tiene que denunciar su conducta ante las instituciones, en caso de que tales instituciones le despierten confianza; pero es torpe crear una regla abstracta o totalizadora al respecto e intentar uniformizar las normales diferencias. Y es todavía más pacato crear movimientos que, a la postre, se mostrarán como lo que son: acciones mal pensadas e impregnadas de un entusiasmo montaraz y autoritario. De manera que la corrección política mal-planteada y en exceso difundida en las redes y los medios nos pudre el día y causa mayores desastres que los que puede arreglar.

De entrada tiende al fascismo y a la negación de la individualidad. Si he llegado a escribir que el relativismo inteligente y un pragmatismo sopesado o crítico son las filosofías más eficaces para reparar la sociedad descompuesta, es porque no son iglesias de amansamiento civil litúrgico: son lontananza amable; progreso moral; sendero poco abrupto y transitable hacia un probable y deseable “progreso”. Desde mi parecer quien ejercía la incorrección política era nada menos que mi profesor de pelos tiesos y convicciones rígidas y autoritarias. Yo apenas me estaba formando (o deformando).

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