Este miércoles asumió la presidencia de la Sala Superior del Tribunal Electoral, el magistrado Gilberto Bátiz, el primero en ocupar ese cargo por voto popular, en un momento muy crítico. Desde su creación, el Tribunal Electoral ha sido un espacio de disputa institucional entre el derecho y la política. Desde hace años, la falta de acuerdos en el Senado para designar las magistraturas vacantes, los conflictos internos por el control de la presidencia de la Sala Superior y las acusaciones de parcialidad derivadas particularmente en torno a las elecciones judiciales han ido erosionando su autoridad como árbitro técnico de los conflictos electorales.
El proceso judicial electoral 2025 mostró lo difícil que resulta preservar la neutralidad judicial cuando los incentivos son políticos. En ese nuevo escenario, el TEPJF ocupa una posición paradójica: es la autoridad encargada de resolver las impugnaciones sobre los comicios judiciales, pero a la vez, sus propias magistraturas —tanto regionales como las dos vacantes de la Sala Superior— fueron electas bajo las mismas reglas que ahora está llamado a interpretar.
La elección judicial introdujo incentivos de competencia política dentro de la judicatura que, al confundir legitimidad democrática con popularidad, desplaza a la independencia técnica por la cantidad de votos obtenidos. El hecho de que la presidencia de la Sala Superior recaiga en quien obtuvo más votos en la elección —y no en quien cuente con mayor experiencia o capacidad técnica— es una señal del desplazamiento de los criterios profesionales por los electorales.
Las magistraturas electorales se encuentran hoy atrapadas entre el descrédito de su propia legitimidad y la obligación de someterse a las nuevas reglas del juego, que las ha convertido en actores políticos más dentro de la contienda.
Sirva de ejemplo la vacante que dejó la renuncia de la magistrada Janine Otálora el pasado 31 de octubre, la única jueza que, a diferencia de sus colegas, rechazó la ampliación de su mandato más allá del periodo constitucional para el que fue nombrada.
El artículo 98 de la constitución federal dispone que, cuando la falta una magistratura del Tribunal Electoral se deba a una renuncia, “ocupará la vacante la persona del mismo género que haya obtenido el segundo lugar en número de votos en la elección para ese cargo”. El Senado, a su vez, debe aprobar la renuncia —que solo puede proceder por causas graves— y tomar protesta a la persona sustituta por el tiempo restante del encargo. Sin embargo, este requisito constitucional se ha vuelto letra muerta: la mayoría senatorial decide a conveniencia cuándo aplicar o ignorar la norma.
Esa discrecionalidad quedó nuevamente en evidencia con la salida de Janine Otálora. En una interpretación tan forzada como conveniente, el oficialismo en el Senado ha descartado esa posibilidad al interpretar que, al tratarse de una magistratura no electa por voto popular, la disposición del artículo 98 no resulta aplicable. Ello explicaría porqué el Senado admitió, pero no voto la renuncia de Otálora; con lo que se negado a llamar como suplente a la segunda mujer más votada en la elección pasada, a la abogada Rocío Balderas, ex directora general de Asuntos Jurídicos de la Secretaría Gobernación durante la gestión de Olga Sánchez Cordero, actualmente secretaria de estudio y cuenta de la mismísima Sala Superior del TEPJF.
El resultado es una Sala Superior nuevamente incompleta, que permanecerá así al menos hasta los próximos comicios judiciales de 2027. Hasta entonces, el Tribunal operará con un número par de seis integrantes, lo que incrementa el riesgo de empates en las votaciones y dificulta la formación de mayorías claras que expresen la voluntad institucional del órgano colegiado. En esas condiciones, la promesa del magistrado presidente Gilberto Bátiz de poner fin a los conflictos internos parece más un deseo que una posibilidad real.
Lo que ha hecho el Senado es de una gravedad mayúscula: se ha rehusado a aplicar el propio texto constitucional que él mismo redactó, contribuyendo una vez más a normalizar el que la ley fundamental su aplicación selectiva según las conveniencias del poder político de turno. No es exagerado afirmar que, hoy, el texto constitucional parece haberse convertido en un estorbo, antes que la hoja de ruta jurídica para justificar las decisiones del poder.
Guadalupe Salmorán Villar. Investigadora del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM y Profesora Visitante del Center for U. S. -Mexican Studies de la UC San Diego X: @gpe_salmoran

