El proceso electoral 2024, que comenzó formalmente el mes pasado, es el más sangriento y violento de la historia. Bajo el sistema autoritario del siglo XX, las elecciones eran sin duda violentas, pero esta violencia se manifestaba claramente en el día de las elecciones, como sucedió desde 1940 hasta finales de siglo.

Durante buena parte del siglo pasado, la dinámica del fraude electoral se basó en el encarcelamiento de militantes o de candidatos opositores, tal como sucedió con el candidato presidencial del PAN Luis H. Álvarez, en su campaña de 1958. La dinámica del fraude cambió con las nuevas reglas establecidas con las reformas electorales de la década de los noventa, lo que garantizó elecciones más transparentes y creíbles y dejó fuera de los procesos electorales los tradicionales métodos de coacción y violencia.

Hoy, la violencia opera incluso antes del día de las elecciones, en plenas campañas electorales, segando la vida de candidatos, inhibiendo la libre participación política y dejando territorios enteros bajo el mandato de grupos criminales capaces de imponer autoridades, de forma paralela al Estado mexicano. Más de 100 agresiones documentadas y 50 asesinatos políticos, incluyendo los de 26 candidatas y candidatos, han manchado de sangre un proceso que debería ser ejemplar, con un gobierno que se dice humanista y democrático.

Hoy día, ser candidato se está convirtiendo en una vocación de alto riesgo, como lo es ser policía, periodista, bombero o médico, en un país caracterizado por la pérdida gradual de libertades y el atentado directo a las instituciones democráticas. Hoy el Senado vive una parálisis inadmisible y lamentable, con más de 70 nombramientos pendientes, entre ellos varios de magistrados electorales que dejan un vacío preocupante y nos ponen en riesgo de una elección fallida.

Ante este escenario de terror, la inacción de las autoridades ha sido pasmosa. Las 107 candidatas y candidatos que han solicitado protección del Estado mexicano han elevado su voz ante un proceso acelerado de violencia política, intervención del crimen e indiferencia de las autoridades. El artero ataque a un vehículo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación perpetrado el 9 de abril, en el que una persona perdió la vida, es una importante señal de alerta que nos previene sobre la escalada de violencia que está caracterizando a este proceso electoral y pone en eficiencia la indefensión de quienes optaron por una candidatura, de las mismas autoridades electorales y de la ciudadanía.

La pérdida gradual de libertades nos ubica en el umbral de una dictadura unipersonal: las y los mexicanos no somos libres ya de tomar el destino en nuestras manos. Hemos perdido el acceso a los servicios de salud de calidad, hoy 50 millones de personas no tienen dicho acceso; hemos perdido la movilidad ante obras de infraestructura inservibles, que cada vez hacen más difícil viajar por el país; hemos perdido un sistema educativo incluyente de calidad; ya perdimos la seguridad y hoy, estamos perdiendo nuestra libertad para ejercer el prácticamente sagrado acto de sufragar.

Millones de mexicanas y mexicanos viven bajo el miedo de un gobierno que amenaza con cancelar programas sociales si gana la oposición; millones más son víctimas de los llamados servidores de la nación, quienes arman padrones paralelos, recogen credenciales de elector y coaccionan diariamente el voto. Y mientras, el gobierno se obstina en poner en operación una estrategia electoral diseñada para ganar mayorías calificadas en ambas Cámaras del Congreso de la Unión para reformar la Constitución a modo, sin oposición ni debate.

En el fondo, la apuesta gubernamental por un segundo piso no es otra cosa que el proyecto reivindicado de construir una nueva hegemonía política, un sistema autoritario sin Estado de derecho, sin pesos ni contrapesos, sin equilibrio de poderes, sin autoridades electorales y sin órganos constitucionales autónomos.

Al fuego de los grupos criminales se suma el fuego flamígero del inquilino de Palacio Nacional, convertido en un artero operador político, con la venia de una autoridad electoral mermada por recortes presupuestales brutales y cooptada desde la misma presidencia de la República.

La violencia política inicia con el lenguaje y se extiende como una rémora por todo el territorio nacional, con una estela interminable de coacción, intimidación y muerte. El proceso electoral de junio está ante un riesgo inminente, tal como lo ha advertido la Organización de las Naciones Unidas. La respuesta gubernamental ha sido omisa y cínica: en lugar de actuar enérgicamente para garantizar un proceso ordenado y en paz se mandó a que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, contraviniendo su naturaleza, emitiera un informe sobre las elecciones. El Tribunal Federal Electoral valoró correctamente que el informe de la Comisión excede sus facultades constitucionales y legales y ordenó que se retirara.

Ante la violencia, no vemos acciones enérgicas por parte del gobierno, ni una estrategia de protección ordenada desde la Secretaría de Seguridad y Protección ciudadana, reducida hoy a autoridad en materia de protección civil, que ni siquiera puede desplegar esa función eminente, como ha quedado demostrado con los incendios forestales que han devastado miles de hectáreas.

Y así como el fuego devora ciudades y acaba con vidas humanas, vemos hoy como la delincuencia se apodera de los espacios de decisión, crea un régimen paralelo y pone en cuestión la propia viabilidad del Estado mexicano. La protección decidida de candidatas y candidatos no es un lujo, ni un dispendio de recursos innecesario, es parte de una lucha de vida o muerte: o las y los protegemos y garantizamos elecciones limpias, transparentes y pacíficas o estaremos asistiendo a la muerte de nuestra incipiente democracia y de nuestro Estado de derecho.

Senadora por Baja California.

Presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores América del Norte

@GinaCruzBC

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