“Con el demonio no se dialoga”, exclamó en Ecatepec de Morelos, el Papa Francisco cuando vino a México, allá en febrero de 2016. Retó y desafió a Satanás, ese mal espíritu que deambula entre narcotraficantes, secuestradores, extorsionadores y autoridades cómplices, cuyo fruto prohibido son tantos desaparecidos que dejan dolor y sufrimiento a familiares y amigos.
Con el mal no se dialoga diría hoy, el fallecido Papa Bergoglio. ¿Qué es eso de abrazos y no balazos? ¿Qué es eso de que “dejo hacer y deshacer” a los que me apoyaron en mi campaña electoral? ¿Qué es, sino cobardía, el disimulo gubernamental frente al asesinato de un mexicano por otro mexicano, trátese de cualquier partido político?
El diablo no es un personaje de pastorela rojo con cuernos y cola, no es un disfraz. Es una realidad lacerante que nos hace vivir con miedo en nuestra calle. Ese infierno que nos impide ver al vecino como prójimo. Amnesia de la dignidad del “otro”, que piensa distinto, y cuya convivencia con ese “otro” nos enriquece, antes que debilitarnos.
Luzbel se recrea en la desigualdad, diferencia entre el que tiene dinero malhabido, producto de la injusticia, con el mexicano que no tiene oportunidad de llevar a sus hijos a una escuela u hospital público de calidad.
Y la principal arma del demonio, lo dijo el Papa recién fallecido, precisamente en Morelia, Michoacán, es “la resignación”. La apatía de los políticos (y social) frente al crimen es el mayor pecado. Esa tarea nos dejó en México el Papa Francisco: No rendirnos frente al mal espíritu…y no dialogar con él. Derrotarlo.