Cuántas veces hemos escuchado la frase “la educación se mama en casa”, que no tiene que ver con la cultura que adquirimos a través de una formación académica sino con la construcción de un sistema de principios y valores con los que nos vamos a conducir durante nuestra existencia. Su origen lo encontramos, principalmente, en la interacción que se produce dentro de la familia donde nos tocó nacer y desarrollarnos, que abarcará en promedio los primeros veinte años de nuestra existencia y en paralelo, pero en menor grado, en la escuela y con nuestro círculo de amistades. La educación, nada tiene que ver con la condición económica. Ni dinero ni cultura, per se, dan educación.
La lealtad es un valor fundamental que permite construir relaciones de confianza, fomentar la cohesión grupal y trabajar unidos hacia objetivos comunes.
En este contexto, debemos cuestionarnos si la lealtad tiene límites. Para mí, la respuesta es en dos sentidos. No tiene límites hacia gestionar en el logro de los objetivos de una institución pública para la cual prestas tus servicios y te remunera, todas tienen fines y propósitos nobles buscando el bien común, con marcos de actuación bien definidos a los que hay que ceñirse; sin embargo, tiene límites, respecto a las personas que las dirigen, quienes les imprimen su liderazgo, las que detentan el poder, las que deciden y ordenan, cuando éstos se apartan de los objetivos institucionales.
En este último caso, la lealtad sin límites corresponde a una obediencia ciega, es irreflexiva y sumisa, no mide consecuencias, es en ese estado donde las personas pueden aceptar involucrarse en actos de corrupción que se les instruyen y acatan, creyendo que actúan con lealtad, a pesar de estar conscientes de que su actuar es contrario a los propósitos de la institución, que dañan a la sociedad y se beneficia indebidamente a unos cuantos, convirtiéndose en cómplices. Es así como existe una delgada línea entre lealtad, obediencia ciega y complicidad. Una causa recurrente de este actuar la justifican en la necesidad de mantener el trabajo
Los principios y valores son parte de la esencia personal y rigen nuestro actuar. En mi caso, no los puedo traicionar, “los mamé en casa”, tampoco permito que intenten ponerme en circunstancias de presión para claudicar e involucrarme en actos que considero son de corrupción y que otros, en una visión diametralmente opuesta los consideran “políticamente correctos” por corresponder a supuestas “alianzas” o “pago de favores”. Durante mi vida he tenido que decidir entre aquello que se me pide hacer y lo que estoy dispuesto a hacer, dejo que mis principios y valores decidan.
En esta columna, compartiré una experiencia que viví, estando en funciones en la Auditoria Superior de la Federación, con una servidora pública denunciada, derivado de estar involucrada en el manejo irregular de recursos públicos. En una reunión que solicitó, se me pidió que la acompañara en la sala de espera. Iniciamos una conversación, en la cual, reconoció que había suscrito unos contratos sin tener pleno conocimiento de las especificaciones de lo que se estaba contratando y la razonabilidad de su valor y que había acatado la orden de firmarlos; finalmente, pronunció una frase que difícilmente olvidaré: “qué bueno que mis padres están muertos, para que no vivan la vergüenza por la que estoy pasando”.
Sin duda, éste es un muy claro ejemplo del daño que puede causar la obediencia ciega que tantos practican en el sector público. Los verdaderos responsables son los que ordenan, pero no dejan huella, son corruptos no tontos.