La democracia mexicana costó generaciones, vidas, lágrimas y labores. Nunca fue perfecta, pero al menos tenemos el consuelo de saber que existe, o que existió; y que, por lo tanto, quizás algún día la podremos recuperar.

Lo que hoy vivimos en México, y lo que resultará de la reforma electoral, no será democracia, sino -en el mejor de los casos- un sistema mixto, un intermedio con matices de la nostalgia sobre lo que algún día tuvimos.

Estamos conscientes de que esta reforma se aprobará, como ya se han aprobado tantas otras, a criterio y capricho de Palacio Nacional. Sin embargo, incluso ahora es necesario plantear ideas y dejar cuando menos el registro de los riesgos que visualizamos.

En concreto me referiré a tres aspectos clave:

Primero.- la necesidad de romper la muralla partidista. Durante los últimos 25 años, cientos de organizaciones de todos matices y colores intentaron convertirse en partidos. De ellas solo una docena lo consiguió, y sólo uno de esos partidos permanece.

No es casualidad. Es consecuencia de un sistema diseñado para anular el surgimiento de nuevas opciones. Los requisitos de asambleas y afiliaciones requieren movilizar estructuras gigantescas, que implican además la inversión de cientos de millones de pesos y son imposibles de cumplir sin el respaldo corporativo del propio sistema.

Incluso aquel puñado de nuevos partidos, que -por las buenas o por las malas- logran entrar en la boleta están condenados de entrada: a partir de que se les otorga el registro tienen menos un año para conseguir decenas de miles de candidatos, levantar estructura en territorio y conseguir millón y medio de votos (es decir, el 3% de la votación válida, considerando que en elecciones intermedias vota más o menos la mitad del padrón), mientras están en competencia con los partidos tradicionales, que les llevan una ventaja monumental en términos de redes, recursos y experiencia.

El resultado es una sociedad cada vez más diversa en sus opiniones, obligada a escoger entre un número muy limitado de partidos, que a su vez enfrentan crecientes presiones internas para desdibujar su propia ideología, en un vano intento de abarcar cada vez más nichos políticos incompatibles entre sí.

¿Qué se requiere? Reducir a niveles razonables los requisitos necesarios para crear partidos y disminuir a 1.5% (o directamente al uno por ciento) de la votación, el umbral mínimo para los nuevos partidos en sus primeras elecciones, de tal forma que tengan mayor margen para consolidarse; y acompañar esta flexibilidad con reformas que hagan viable la figura de los gobiernos de coalición, como ya ocurre en muchos otros países de Hispanoamérica.

Segundo.- No al voto electrónico. El voto electrónico parecería una buena noticia, pero implica muy graves riesgos para el futuro del sistema democrático.

Por inicio de cuentas, aumenta la desconfianza. Hoy en día, es casi imposible cometer un fraude electoral a gran escala bajo el sistema actual de votos en papel, contados por cientos de miles de ciudadanos que participan voluntariamente como funcionarios de casilla, bajo la supervisión de otros cientos de miles de ciudadanos que participan voluntariamente como representantes de partidos.

Por el contrario, si se masifica el voto electrónico, para alterar el registro de votos bastará con corromper o amedrentar a un puñado de técnicos y de funcionarios, con la facilidad añadida de que estas alteraciones pueden esconderse bajo una avalancha de códigos.

Además, el voto electrónico debilita la legitimidad de las elecciones, arrebatándole a los ciudadanos el papel protagónico de la jornada electoral.

Permítame usted explicarlo de esta forma: la democracia es teatro, en el mejor sentido de la palabra; es decir, la representación encarnada en voces y palabras concretas, de conceptos e ideas mucho más abstractos: pueblo, ciudadanía, libertad, que solo trascienden cuando se aterrizan en acciones políticas. Y el peso, la grávitas de esas acciones políticas no reside solo en su legitimidad jurídica, sino también en su “legitimidad humana”; el consenso social, que necesita sus propios rituales, como el del voto.

Llegar a una casilla, entrar a la mampara, tomar un marcador y cruzar la boleta, para depositarla en la urna y que luego ese voto sea contado por los funcionarios de casilla, que son nuestros vecinos y amigos, a los que conocemos y en quienes confiamos, tiene un peso simbólico mucho mayor que el simplemente apretar el botón de una máquina, para que nuestro voto sea contado por un frío algoritmo escondido en algún servidor en la capital.

Así, a cambio de un baladí incremento de la eficiencia, el voto electrónico le arrebata al ciudadano el sentido de pertenencia que surge de marcar con su puño y letra sobre un papel físico que él mismo lleva a la urna y les arrebata a los funcionarios de casilla y a los representantes de partido el sentido de certeza y definitividad que proviene de sacar las boletas marcadas con el puño y letra de sus vecinos, para contarlas y plantear ahí mismo los resultados.

“Oye” podría contestarme algún creativo “entonces hagamos voto electrónico, pero que también se imprima en papel y esos papeles los cuenten los funcionarios de casilla”. Esa redundancia es tan directamente inepta que no amerita más que una mirada de reproche

Tercero.- una apelación al propio interés. Señores de la Comisión redactora de la reforma, y del Congreso de la Unión; no destruyan por completo la democracia. No restablezcan las viejas elecciones de estado.

Sé que la tentación autoritaria es seductora, pero no cedan, por el bien del país y de su propio legado.

Estos ya no son los tiempos del “viejo PRI” cuando las elecciones no significaban nada, pero el país se sostenía en la “legitimidad revolucionaria”.

¡Olvídenlo!

Las viejas certezas están rebasadas, los viejos valores y las viejas lealtades se están desvaneciendo, aquí y en todo el planeta. Los cambios sociales y tecnológicos están redibujando incluso las reglas fundamentales de la economía, de la convivencia y de la identidad nacional.

Estamos ya dando los primeros pasos hacia el interior de la tormenta, y – en estas circunstancias- dejar al país sin un mínimo de legitimidad democrática, de certeza jurídica y de consensos políticos, sería una receta para el colapso, en perjuicio de todos.

Por ello, a quienes redactarán y votarán la reforma, les digo desde aquí: la redactarán como la hayan de redactar; la aprobarán como la hayan de aprobar; pero, en la soledad de sus oficinas y en las profundidades de su conciencia, recuerden lo que en estos foros han escuchado.

Si protegen la democracia, tendrán la gratitud nacional.

Por el contrario, si destruyen la democracia…

No digan que no se les dijo.

No digan que no podía saberse.

Porque se les dijo.

Porque se sabe.

Lo saben.

Y lo sabemos todos.

Gerardo Garibay Camarena. Doctor en Derecho, profesor, escritor y consultor político. Su nuevo libro es “La trampa de la Certeza: Y otras reflexiones sobre todo lo demás".

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