Ok. Necesitamos hablar.
México está a punto de entrar en una crisis. Crisis en el sentido más literal de la palabra, definida por la Real Academia como un “cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación”.
Este cambio va mucho más allá de las noticias de coyuntura, de las banderas políticas o de las necedades que declaren oficialistas u opositores. Va a alterar dramáticamente las prioridades y las condiciones del país. Está en marcha. Es irreversible. Es inescapable.
Es el invierno demográfico.
Para abrir boca, vamos con algunos datos. En 1994 se registraron 2.9 millones de nacimientos en todo el país, y para el 2024 esta cifra se había desplomado a apenas 1.6 millones. Sí, los nacimientos cayeron a la mitad, y no se van a recuperar; el último “pico” de la natalidad fue en 2010, desde entonces la caída ha sido constante, e incluso se acelera. Para ponerlo en perspectiva, los nacimientos registrados en 2024 (un año “normal” sin disrupciones mayores) apenas superaron por un puñado a los ocurridos en 2020 (durante el punto más crítico de la pandemia del Covid-19, que limitó drásticamente el contacto entre las personas). Todo indica que los números de 2025 serán todavía menores, y lo mismo hacia adelante.
Dicho esto, mientras la natalidad colapsaba casi a la mitad, las defunciones se duplicaron, pasando de 419 mil (en 1994), a más de 818 mil en 2024, en línea para superar el millón anual a inicios de la próxima década.
En pocas palabras, por como pintan las cosas, tan pronto como en el 2032 México comenzará a registrar más muertes que nacimientos. Esto es clave, cuando hablamos de “invierno demográfico” no solo nos referimos a que la población del país se volverá progresivamente más anciana, sino a que va a reducirse. Mucho.
Al principio perderemos anualmente unos cuantos cientos de miles de habitantes, pero conforme el proceso se acelere, la reducción superará los millones al año, en un proceso irreversible al menos en el corto/mediano plazo, hasta potencialmente llegar a finales de siglo con unos 65-70 millones de habitantes.
Esto significa que para el 2080 o 2090 en México la población se habrá reducido en unos 60 millones de personas a comparación del 2025, equivalentes a perder más de seis veces la población actual de la Ciudad de México.
Dicho esto, aunque las primeras señales del cambio demográfico ya se notan, por ejemplo, en las dificultades para mantener la matrícula de los planteles de preescolar y primaria, nos faltan quizá unos 15 o 20 años para sentir el verdadero shock.
Entonces, ¿por qué preocuparnos desde ahora?
Bueno, pues porque hay ciertas decisiones de vida que tomamos a largo plazo, lo suficiente como para que nos alcancen las consecuencias de una transformación social que apenas alcanzamos a distinguir.
Pensemos, por ejemplo, en la decisión de comprar casa: Quienes adquieren vivienda a través de una hipoteca suelen hacerlo a plazos que van entre los 10 a los 25 o 30 años; y durante todo ese plazo, el pago de la mensualidad se convierte, por mucho, en el principal gasto fijo de las familias, normalmente muy superior a lo que costaría pagar renta por una casa similar.
De acuerdo con cifras del gobierno federal, actualmente el precio promedio de compra de una vivienda supera los $1.8 millones de pesos; grosso modo, esto significa que, con una tasa de interés del 10 por ciento a -digamos- unos 15 años, la familia habrá pagado más de $3.5 millones de pesos, divididos en pagos mensuales que rondan los $20 mil pesos; eso, en una casa muy normal de provincia, porque en la Ciudad de México las hipotecas fácilmente escalan hasta los $50 o $60 mil pesos al mes.
Es una auténtica fortuna, un sacrificio inmenso, un dolor de billetera, mente y corazón, una angustia constante, que los compradores asumen con gusto, calculando que, para cuando acaben de pagar su casa, el mero incremento en el valor de la vivienda (la famosa plusvalía) será suficiente no solo para compensar todo el trabajo y las lágrimas de esos 15 años, sino para constituir un patrimonio solido para la familia, partiendo de la certeza de que los bienes inmuebles son la mejor inversión, “porque siempre suben de valor”.
Durante mucho tiempo, tuvieron razón. A partir de la recta final del siglo XIX, México vivió un proceso de expansión demográfica y urbana casi permanente; las grandes extensiones agrícolas se convirtieron en florecientes ciudades, y quienes tenían la tierra y las casonas, pudieron venderlas con una muy atractiva ganancia, sustentando en ese portafolio inmobiliario la riqueza para ellos, para sus hijos y hasta para sus nietos.
Alimentada por el constante flujo de nuevos clientes, la construcción de casas y departamentos fue y sigue siendo uno de los grandes motores de la economía mexicana. En 1995 había 19 millones de viviendas en todo el país, y para el 2025 esta cifra ha aumentado a más del doble, superando los 38 millones de viviendas, con millones más en desarrollo y construcción.
Tiene sentido. Después de todo estamos en pleno cobro del “bono demográfico”, la generación más grande de nuestra historia, los jóvenes nacidos a finales de los 90’s y el inicio de los 00’s, que comienzan a integrarse al mundo laboral y buscarse, literalmente, su lugar en el mundo.
Son buenos muchachos. La mala noticia es que las certezas sobre la inversión inmobiliaria, que fueron casi seguras para sus padres y abuelos, no les van a aplicar a ellos.
Supongamos que Mario y María, que llevan unos 5 años en el trabajo, por fin califican para una hipoteca que les permita comprarse su casa. Para cuando terminen de pagarla ya estaremos en pleno 2040, con casi una década de caída en la población y la demanda inmobiliaria acercándose a un punto de parálisis. La casa que compraron a sobreprecio, justo en la cresta de la ola no va a valer lo que ellos se imaginan; probablemente ni siquiera valga lo que pagaron. Con algo más de mala suerte no valdrá nada, porque no habrá quien la quiera comprar; y todo el trabajo, todo el sacrificio de 20 años, se habrá evaporado ante sus ojos, en una gran, enorme, inmensa, mala inversión.
Imagine un escenario similar al de la infame burbuja inmobiliaria estadounidense del 2006-2008, pero con la diferencia de que esta vez NO se trata de un fenómeno atípico, provocado por distorsiones temporales en el mercado, sino de un cambio permanente.
En términos coloquiales: desde ahora el sector inmobiliario se convertirá en una versión gigantesca del tradicional juego de las sillas; cuando la música termine, aquel que no se haya ajustado a tiempo, se va a quedar parado con sus pérdidas. Va a ser intenso, porque desde ahora y durante los próximos 10-15 años, el último gran bloque del “bono demográfico” saldrá por millones en buscar casa, pero en cuanto acaben de comprar vendrá una reducción irreversible del valor de esas viviendas -y de la tierra en general- conforme millones de personas fallezcan año con año sin nacimientos que les reemplacen.
Los que vendan a tiempo, durante la próxima década, van a ganar mucho dinero; los que se tarden, bueno, digamos que ganar experiencia de vida.
¿Cómo reaccionar ante esta crisis en marcha? Yo les recomiendo tomar en cuenta las siguientes consideraciones:
Entender que las casas no son inversiones infalibles. Al igual que cualquier otro producto o servicio, están sujetas a nuestra vieja conocida: la ley de la oferta y la demanda; y la demanda de vivienda va a reducirse drásticamente en las próximas décadas, por la simple y sencilla razón de que ya no habrá tanta gente que necesite tantas casas.
La contracción del mercado no será idéntica en todos lados. De manera similar a lo que ya ocurre en algunos países europeos, donde las casas de ciertas regiones se malbaratan -o directamente se regalan-, mientras que los pisos en las grandes ciudades se cotizan por millones de euros, la caída en la demanda será mayor en zonas rurales o ciudades pequeñas y medias, que en las capitales o en las zonas de alto prestigio.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el inevitable incremento en el teletrabajo, particularmente a partir de los avances en materia de realidad virtual (que permitirán colaboración a distancia en entornos más inmersivos) podría afectar los precios de la vivienda incluso en las metrópolis. Para acabar pronto: las casas van a bajar de precio en todos lados, pero la caída se va a notar más en las zonas que sean menos chic.
Particularmente en riesgo: familias sin otro patrimonio…y fondos de inversión. Además del ya citado caso de las personas que apuestan todos los frutos de su trabajo a una casa, para toparse -pasados 20 años de puntual pago de la hipoteca- con que el valor de su patrimonio se ha evaporado, el otro gran sector de riesgo es (¿quizá por justicia poética?) el de la especulación inmobiliaria.
Aún ahora, grandes fondos de inversión y empresas varias apuestan al mercado inmobiliario, comprando decenas, cientos o miles de casas, saboreando las ganancias de un mercado en alza constante por encima de la inflación. Sin embargo, visto lo visto, si no actúan con agilidad y prudencia, bien pudieran quedarse como el proverbial perdedor del juego de las sillas, mientras cientos o incluso miles de millones de dólares se evaporan de su portafolio, conforme baje la demanda de vivienda.
Y -otra vez- ya no tendrán, como en aquella crisis del 2006-2008, la esperanza de que el mercado corrija y los precios reboten. Los precios no van a rebotar, porque no habrá gente que quiera comprar. Son clientes a los que no podrán persuadir, porque no existen.
Veremos múltiples distorsiones colaterales a la reducción de la población. Acá van dos: primero, los inversionistas inmobiliarios cabildearán con los gobiernos para mantener artificialmente inflado el mercado, quizá con incentivos para la compra de casas, o modificando las regulaciones para restringir el uso de viviendas antiguas, pero esas manipulaciones serán muy temporales; simplemente no son sustentables.
Y segundo, otro factor que puede matizar el colapso del sector está en el hecho de que las familias siguen dividiéndose: donde antes había una casa en la que podían vivir 4 o 5 personas (el matrimonio y sus hijos) ahora se tenderá a la vivienda unipersonal. Sin embargo, los clientes de vivienda unipersonal, no van a querer comprar las casas “familiares” que se están hipotecando en la actualidad; van a preferir departamentos más pequeños, pero en zonas de alto valor percibido. Por lo tanto, es muy probable que -incluso mientras observamos la caída del mercado de la vivienda tradicional- crezca justo a su lado un mercado paralelo de viviendas, cápsulas o microviviendas, ubicadas en las zonas de mayor valor percibido; piense en Reforma, Santa Fe, la Roma-Condesa en la Ciudad de México, o sus equivalentes en las distintas capitales. Pero tampoco es sustentable a gran escala.
Y por último, pero no menos importante.
El valor de una vivienda no solo es económico. Contar con una casa en propiedad brinda una certeza mucho mayor a la de rentar durante toda la vida; el valor de esa tranquilidad y de la solidez que brinda al proyecto de vida, debe tomarse en cuenta a la hora de tomar la decisión de compra. Dependiendo de la realidad las circunstancias/prioridades de cada persona o familia, el adquirir una vivienda puede ser “buen negocio”, incluso aunque financieramente no tenga los rendimientos que hubiera alcanzado una o dos generaciones atrás.
El sector inmobiliario no es el único que va a vivir esta crisis en carne propia. La reducción y el drástico cambio en la composición etaria de los habitantes que queden vivos, alterará de raíz las reglas del juego en muchos sectores económicos, entrelazándose en el camino con las revoluciones tecnológicas en marcha, desdibujando aún más las certezas que se habían mantenido durante generaciones.
De eso ya hablaremos en otra ocasión.