Se dice que en política no se puede usar el hubiera, porque las cosas son como son y no como “hubieran sido si otra cosa hubiera ocurrido…” Esta afirmación olvida una dimensión fundamental: el futuro no se configura sin la imaginación política. Los agentes políticos, ciudadanos o no, actúan con memoria y la recrean cuando toman decisiones. Votan, protestan, alzan la voz o se callan; practican y exigen derechos o dejan que sean aplastados por los poderes existentes.
Cuando se forma una mayoría electoral que da la espalda a la democracia para abrazar el autoritarismo es señal de que algo estaba podrido adentro de esa forma de gobierno. ¿Qué fue, en el caso de México, eso que terminó siendo inaceptable? En la entrega anterior señalamos la deuda social persistente. Esta fue una falla fundamental: la distribución democrática del poder no fue acompañada de una contraparte socioeconómica que hiciera honor a la nueva época.
Pero el cambio de preferencias electorales por el autoritarismo (o “la mejor democracia del mundo”) no se debió únicamente a eso. La democracia heredó el cadáver abierto de un sistema público a medio modernizar y a medias anacrónico y retrógrada. De su faz más oscura surgió la opción regresiva formada por el caudillismo nacionalista y una izquierda que no reconoció el fracaso intrínseco de los sistemas opresivos que produjo desde el siglo XX y que quiere replicar como si fueran plausibles.
La apelación populista al “pueblo” no fue neutralizada desde el ejercicio ejemplar del poder. Habíamos cambiado las reglas de la competencia para obtenerlo, pero no las reglas para ejercerlo en el corazón del régimen. Muchos demócratas, en el gobierno y fuera de él, pensaron que había llegado la “normalidad” democrática sin reparar en la debilidad de sus raíces. Craso error. El viejo México siguió peleando denodadamente por prevalecer sobre el México moderno y apeló a una formula redituable: los gobiernos democráticos eran en realidad “neoliberales” y sus políticas eran el resultado natural de ese carácter. Había que suprimirlos o “superarlos”, según una dialéctica ramplona.
La corrupción persistía y en algunos casos se practicaba o solapaba desde las mismas flamantes nuevas instituciones creadas por la democracia. Muchos funcionarios señalados se salieron con la suya sin recibir la merecida sanción. ¡A veinte años de la transición, el sistema anticorrupción seguía “en construcción”! La violencia seguía creciendo sin que ningún gobierno pudiera hacerle frente efectivo, como tampoco ha podido el obradorismo. La impunidad se mantuvo en niveles inaceptables; nunca se logró abatir el rezago en la atención a las denuncias de delitos dolosos, las estadísticas permanecieron impasibles o mostrando aumentos inaceptables. Sigue un largo etcétera de lacras que ocultaron los avances, que fueron efectivos en muchas materias: regulación económica, derechos humanos, competencia política, alternancia en el poder, probidad electoral, modernización de los servicios públicos, entre otros.
¿No era menester afrontar en serio esa incapacidad de los gobiernos democráticos para mover al Estado constitucional hacia un nuevo estadio de desarrollo? Se necesitaba una verdadera ruptura democrática con el pasado. Los actores principales se resistieron o no atinaron a hacerla, o las dos cosas juntas. Hoy vemos los resultados de no haber hecho un acuerdo para transformar, junto con las reglas electorales, las del ejercicio de las funciones públicas y ampliar con el ejemplo la preferencia social por la democracia.
Hacia fines del siglo XX se creó un régimen democrático, es cierto, pero no se estimó necesario hacer un pacto de Estado sobre el ejercicio del poder que lo hiciera sostenible. ¿Qué hubiera pasado de haber existido ese pacto? La democracia habría “dado resultados”. No se puede regresar a la democracia perdida solo reaccionando contra su destrucción. Es indispensable dar un paso más allá, desde el “si hubiera sido” hacia lo que “habría que hacer”.
Nota para despistados: no hay nada en este recuento que justifique el camino adoptado desde 2018. Sí podrían haberse abatido las herencias inaceptables que ahora retornan turbocargadas, sin destruir las instituciones republicanas.
Investigador del IIS-UNAM. @pacovaldesu