La democracia en México ha naufragado en los arrecifes del populismo y la engulle el núcleo de la cultura autoritaria, síndrome esencial de nuestra vida política, ampliamente extendido en una población que se regodea en el resentimiento. La República ha perecido con la toma por asalto del Congreso y la desaparición del Poder Judicial independiente para el control de constitucionalidad del poder. En el lugar de la República se ha instalado una voluntad única con vocación totalizante que solo tolera la diferencia y la disidencia mientras el costo de suprimirla sea inconveniente. La clave del naufragio no está únicamente en la supresión de instituciones o en el cambio de unas por otras. La verdadera clave está en que la mayoría ha roto la igualdad de derechos y ahora los asigna o respeta selectivamente.

El equilibrio entre mayoría e igualdad es el fundamento de la democracia constitucional. Al romperlo, la mayoría ha abierto la puerta a la violación de sus propios derechos, pues sus elegidos se han arrogado el poder de quitarle la igualdad a sus miembros. Cuando las mayorías irrespetan a las minorías violan el derecho de todos los individuos a tener poder equivalente a los demás, incluido el de ellos mismos. Como se ve en el caso de la sobrerrepresentación, la mayoría impuso el “derecho” espurio a que sus votos valgan más que los emitidos por otras opciones. Lo mismo puede ocurrir a la inversa.

Al monopolizar en uno solo el poder que se depositaba en varios: la judicatura, los órganos autónomos y los representantes electos (se suprimirá la reelección), se incrementa en proporción directa el poder arbitrario de la dupla mayoría parlamentaria/ejecutivo, junto con quienes (ya saben quién) los dirigen desde la sombra tropical, que son los concentradores del poder.

“Obedecer” es la palabra favorita para adornar la sumisión. El “silogismo” de la obediencia no tiene desperdicio: el “pueblo” los ha elegido para reescribir la Constitución a su imagen y semejanza y convertirla en una constitución sin constitucionalidad. Como ellos actúan en nombre del pueblo y son los que desean una constitución sin que nada escape a su poder, luego el “pueblo” desea esa constitución y son ellos los encargados de entregársela y, por supuesto, de aplicarla. Falacia ominosa, si las hay.

La Constitución perdida, empero, ya contenía los genes de la serpiente. Entre ellos el tribunal electoral. Se dijo e insistió en su creación en 1996 que era una pésima idea separar el derecho electoral del Poder Judicial —y de la Suprema Corte como tribunal constitucional—. Hoy muestra el lado oculto de su rostro. Aunque al pisotear el derecho electoral se violen derechos no electorales, el tribunal constitucional no puede defendernos, pues es materia exclusiva de ese artefacto sometido a la anorexia por la propia mayoría morenista. Es decir, en materia electoral ese tribunal puede decidir lo que le da la gana, como lo hizo al bendecir la espuria sobrerrepresentación de Morena y aliados en esta legislatura. Los actores de la transición nunca le quitaron a la Constitución sus rasgos autoritarios de mayor alcance. Además de la sobrerrepresentación o “cláusula de gobernabilidad”, no podemos dejar de mencionar los pleistocénicos artículos 39 y 135, dos de los más invocados hoy por Morena en nombre del pueblo (39) para quitarle al pueblo el derecho a la igualdad política (135).

A la luz de lo que ocurre en el mundo (adiós, capitalismo liberal democrático), lo nuestro parece menor, pero es una tendencia global. La idea ética de una sociedad de iguales con derechos iguales perdió su piso. Eso representan los populistas que gobiernan y los barones que controlan nuestros vasos comunicantes —encabezados por Elon Musk.

La democracia no ha sido nunca la toma del poder por los apoderados del pueblo, sino la libertad constitucional de los ciudadanos para actuar con independencia y criterio propio en su autogobierno. En este ensamble deficitario queda el saldo pendiente para el ciclo que acaso suceda a la resaca.

Investigador del IIS-UNAM. @pacovaldesu

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