La ira es el signo por excelencia de nuestro momento político. Los populismos de izquierda y derecha se alimentan de ella. Pero no es lo mismo movilizar el resentimiento acumulado que administrarlo. Lo primero es el momento alegre del populismo, lo segundo, su prueba de fuego. Los populistas se jactan de ofrecer una fórmula de gobierno mejor que la democracia liberal. Conquistar la mayoría y concentrar el poder para ejercerlo sin cortapisas. Sin embargo, entre la movilización y la administración suele producirse una declinación predecible porque galvanizar y unificar el resentimiento en torno de un líder carismático es una operación diferente a la de “rutinizar el carisma”.

La apoteosis del triunfo se produjo en el verano pasado y con la llegada del nuevo año entramos de lleno en la dura realidad de la administración. Ahora la 4T pasa de prometer a cumplir. Si hasta agosto podía escudarse en el “estorbo” de la oposición que hasta las elecciones era un contrapeso, ahora que tiene todo el poder —a excepción, por ahora, del monopolio de la voz— tiene también toda la responsabilidad de cumplir las expectativas que ha fomentado.

¿De qué naturaleza son las esperanzas del votante mediano de Morena y sus satélites? Está claro que los dos productos más satisfactorios que ha ofrecido han sido, en primer lugar, la figura del líder y en segundo, los apoyos sociales. El líder no se ha ido, pero guarda silencio y usa la comunicación directa con los sucesores para ejercer “su resto”. Los apoyos sociales se mantienen en un precario equilibrio presupuestal. Ya no hay o queda poco dinero por gastar. El egreso futuro dependerá de nuevos recursos y estos solamente pueden salir de ingresos o endeudamiento. O bien tendría que reducirse el gasto, lo que sería políticamente dañino para el grupo gobernante. La segunda opción está prácticamente agotada a menos que se inicie una espiral de desequilibrios aún más profundos en las finanzas públicas. La primera alternativa implica una reforma fiscal, de la que las autoridades ya empezaron a hablar, sin aclarar de qué se trataría.

Se ha llegado al límite de las promesas. Lo cumplido hasta ahora empieza a erosionarse: las transferencias en efectivo representan montos paliativos y escasos que producen satisfacción pasajera conforme aumenta la inflación y se detiene la economía, lo que puede empeorar con la llegada de Trump a la Casa Blanca.

No existen fuentes para valorar las expectativas de las bases electorales del morenismo, pero es previsible que estas no se compongan exclusivamente de precariedad o la pobreza absoluta, sino también de la pobreza relativa. Es decir, no únicamente en la fragilidad de la condición propia, sino en su percepción comparada con la abundancia y la hiperabundancia de las que unos pocos disfrutan en el entorno accesible a través de diversos medios, entre ellos las “benditas redes sociales”. Dicho en pocas palabras, el “aspiracionismo”, que es generalizado entre las capas sociales de menores ingresos se ve frustrado por el conocimiento de la condición de riqueza de la que otros disfrutan. Antes de las redes sociales no se podía experimentar cotidianamente la vida de los superricos, excepto en las páginas de “sociales” y reportajes especiales. Hoy sí. Para cerrar esta brecha se requiere redistribución de la riqueza y administración del resentimiento. En las circunstancias actuales el gobierno podrá hacer menos de lo primero y limitarse a lo segundo. Sin embargo, la nueva casta gobernante ya siente los límites de alimentar al pueblo con fantasías insustanciales. Viene la dura etapa en la que no podrá repartir más y el obradorismo tendrá que inventar nuevos relatos para mantener la cohesión que lo alimenta.

El desgaste de esa cohesión y la proximidad de pruebas electorales puede provocar que, en este camino lleno de baches, se busque el cierre del sistema a la competencia plural para evitar la derrota. La mayoría calificada con que cuentan ya trabaja en ello y pronto exhibirá una prueba más de su autoritarismo constitucional.

Investigador del IIS-UNAM.

@pacovaldesu

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