Se ha dicho y seguirá diciéndose: el 2 de junio no vamos a elegir entre dos candidatas a la presidencia y un comodín. Solamente hay dos opciones reales de poder: la continuidad autocrática (“que siga la corrupción”) o el primer gobierno de coalición en la historia de México, presidido por una ciudadana socialdemócrata.
La elección no será solamente de programas de gobierno, sino de sistema político. En una elección de Estado —que el partido oficial arranca con acarreo masivo—, lo que está en juego es la contienda por el Estado, como lo hace evidente la iniciativa de 20 reformas constitucionales que el presidente ha presentado y que su candidata apoya a sabiendas de que le atarán de manos al Maximato de López Obrador.
El partido que aspira a convertirse en partido de Estado, como el que tuvo México desde 1929 hasta 1997, se desgañita proclamando que la disyuntiva del ciudadano ante la boleta electoral será entre izquierda y derecha, entre progresistas y conservadores. No hay nada más falso. Lo cierto es que enfrentamos una elección en la que se decidirá si sobrevive la democracia o esta termina por sucumbir a la voluntad autocrática del grupo que domina Morena y el entorno de AMLO —del que Sheinbaum es uno de los engranes—. De hecho, si se produce el fin de la incipiente democracia mexicana ya no habrá por tiempo indefinido la posibilidad de elegir entre distintas alternativas de solución a los problemas del país, porque desaparecería la competencia política y, con ella, las libertades reales de la gran mayoría para incidir en el rumbo nacional. En contraste, si gana Fuerza y Corazón por México, Morena seguiría gozando de las garantías que quiere suprimir.
Contra lo que pretenden el Presidente y su partido, Morena no es la encarnación de la voluntad popular única y legítima. Como está demostrado, Morena obtuvo mayoría absoluta de los votos en la elección de presidente en 2018, pero nunca la ha tenido en el Congreso. Sin embargo, AMLO, el aspirante a nuevo jefe Máximo se propone imponer una nueva hegemonía política, es decir, un proyecto político con una ruta exclusiva y excluyente de acceso y ejercicio del poder. Exactamente lo opuesto a una democracia abierta a las diferentes opciones y voluntades con la sola condición de respetar los principios y derechos constitucionales. Esos principios son los que la 4T busca eliminar, y eso la define como el típico actor autoritario que usó la democracia para llegar al poder y liquidarla para no abandonarlo. Por eso AMLO busca neutralizar y arrasar a las autoridades electorales independientes.
Las elecciones de 2024 no son entre progresismo y conservadurismo, sino entre democracia y autocracia. Si de veras fueran elecciones entre políticas diferentes, AMLO no tendría por qué poner en jaque a las instituciones que equilibran el poder. Si él y su partido hubieran gobernado con eficacia y eficiencia, con equipos competentes y políticas idóneas podrían haber acercado las políticas estatales hacia el progresismo de vanguardia: menor desigualdad y pobreza con mayor bienestar, mejor y más instrucción pública, transparencia, menos corrupción y violencia, des-militarización y mejor justicia. Pero eso nunca les interesó. Lo que se fijó como meta fue mandar “al diablo” las instituciones, como lo prometió hace 20 años, y propiciar una regresión en toda la línea para imponer la camisa de fuerza del autoritarismo de la “revolución mexicana”; claro que previamente esterilizada del maderismo que sobrevivió únicamente como retórica hasta que lo recuperó la transición democrática. A esa escuela pertenece AMLO y a esa condena nos quieren llevar sus corifeos que se visten con los andrajos de la catástrofe del socialismo real en cualquiera de sus denominaciones.
El próximo 2 de junio, durante un solo día, tendremos la oportunidad de retomar la democratización del sistema político y acometer su gran deuda: construir acuerdos fundamentales entre los ciudadanos para rehacer la comunidad política sin la amenaza del huevo de la serpiente.