Era una mañana gris, algo fría y lluviosa, la que me recibió cuando entré a Auschwitz.
Auschwitz era un campo de concentración alemán en Polonia, lo que implicaba el deceso por extenuación, por hambre, por maltrato. Pero ahí, con suerte, se podía sobrevivir. No en el campo de al lado: Birkenau. Un campo de la muerte, a donde se accedía por tren con un destino preciso e inapelable: la muerte.
Ambos siguen en pie. Un mundo que mueve al escalofrío. En donde el miedo se impregna en los huesos. En donde el asombro y el espanto se apoderan de la garganta, de las pupilas, del alma.
Pero sobre esos sentimientos, prevalecen dos.
El primero, incomprensión. ¿Cómo la raza humana pudo llegar a esto? ¿Qué ocurrió?
El segundo: una profunda tristeza.
En el campo están las pruebas irrefutables del horror, registrados meticulosamente por la burocracia, asesina y precisa, nazi. Las listas de los internos. Los itinerarios de su último viaje. Sus fotos.
Y vitrinas.
Ahí se exhiben lo que quedó de cientos de miles de vidas hechas cenizas. Prótesis. Maletas. Cabello. Juguetes. Zapatos.
Esos objetos recuerdan que en su lugar de horror, algún día, hubo vida. Una que, como toda, en algún punto se iluminó con esperanza y, ojalá, con felicidad.
Esos zapatos se encontraron en otro campo de la muerte. Más desordenado y nuevo. Más cercano. Igual de cruel.
Está en Jalisco.
Un campo de reclutamiento y muerte. Un centro en donde igual que en Auschwitz, reina el mal. Uno organizado para entrenar, dormir, comer y morir.
Ahí, el Cártel les prohibía a cientos de jovenes hacer lazos afectivos. La amistad une y da vida. Por eso, a quienes violaban la orden se les obligaba a pelear entre sí hasta uno morir. El sobreviviente también era ejecutado.
Un campo con destazadero de cuerpos humanos y tres crematorios.
Un campo con crematorios y restos de vida: zapatos, dientes, pulseras.
En Jalisco, México. Hoy.
Llegará el momento en que no podamos reconocernos más en el espejo.
Nos hemos convertido en una sociedad salvaje e indiferente.
Los muertos, dice Timothy Snyder, no pueden recordar, pero deben ser recordados.
Nuestros ejecutados y los desaparecidos no deben ser reducidos a números. Tienen nombres. Historias, familias.
Las fotografías de los zapatos de mujeres, hombres, adolescentes, del campo de la muerte de Teuchitlán, nos lo recuerdan en un grito silencioso.
La noticia tuvo un efecto: la nada. Somos una sociedad adormecida, anestesiada. Incapaz de sentir el dolor de los demás. De indignarse. De sacudir.
Estamos formados en una larga fila.
Esperando nuestro turno.
@fvazquezrig