El ruido incesante no nos deja entrever el decaimiento de la vida nacional.

En una fascinante conversación entre Jorge Semprún y Elie Wiessel, supervivientes ambos del holocausto, recuerdan su esfuerzo por mantenerlo vivo en la memoria el horror de todo aquello. La generación que lo vivió, los ignoran: quieren olvidar, dejar atrás.

Puede ser que también a los mexicanos nos pase igual. El deterioro nacional, tan agudo, que viene de lejos, es tal que acaso una defensa psicológica sea voltear hacia otro lado.

Creer que el horror de la Bestia, del Casino Royale, de San Fernando, de Ayotzinapa o de Teuchitlán no existió.

Que las granadas en Morelia en la fiesta máxima de la mexicanidad —el grito de Independencia— fueron en realidad fuegos artificiales.

Pero por otro lado está el ruido.

Ese que aturde día con día con los gritos de unos y otros. El ruido que abre con la mañanera, la activación de las granjas de bots de quienes están a favor o en contra. Los comentaristas de medios partidizados. De la sucesión interminable de tragedias, crímenes y escándalos.

Es tan decepcionante lo que pasa que la persistencia de la corrupción, la colusión con el crimen, la enclenque economía, la incompetencia como virus, la tragedia cotidiana, prefiere ser ignorada.

El huracán de ruido ensordece, impide escucharnos y secuestra la atención.

El vendaval ensordecedor ha arrasado a la alta política. Aquella que escucha al contrario y permite aproximarnos. Abrir salidas. Construir caminos.

Hay una guerra de gritos y en una guerra, decía Esquilo, la primera víctima es la verdad. Esa murió hace tiempo aquí. Temo que la nueva víctima de las jaurías será la esperanza.

No hay nadie en el horizonte con el empaque y la sensibilidad, el oficio y acaso el patriotismo para convocar a un alto al fuego.

Al país le urge un pacto de silencio.

Aunque sea para honrar a nuestros muertos.

@fvazquezrig

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