No es un misterio el hecho de que el actuar de las figuras públicas en muchas ocasiones carece de congruencia. No son cuestiones adjudicables al género, a clases sociales o a posturas políticas, sino que se trata de la falta de identidad entre lo que se dice y lo que se hace.
Hace unos meses apareció una noticia en la prensa que parecía una broma de mal gusto; Beatriz Gutiérrez Müller había solicitado en el consulado de España en la Ciudad de México se le otorgara, por razones de ascendencia, la nacionalidad de ese país. Muchos no creíamos en la veracidad de la noticia, pero una comunicación oficial del consulado español ratificó el deseo de la señora.
La ascendencia racial con un país no es causa suficiente ni eficiente para solicitar la nacionalidad; esta, como su nombre lo indica, implica una serie de coincidencias, no solo raciales, sino anímicas, sociales, políticas y de todo tipo.
Con la solicitud se cuestionó, evidentemente, la animadversión manifiesta públicamente por la señora Gutiérrez Müller hacia Europa y, en particular, hacia España. Tiene a su hijo estudiando en Londres; sus nietos políticos no nacen en territorio nacional; pero, quizás, la mayor incongruencia de todas fue su propósito de cambiar la historia de México y hacer una nueva versión ajustada a sus ideas, pretensiones, gustos y aficiones; por ejemplo, cambiar el nombre al hecho conocido en la historia de México como “la batalla de la noche triste”, en la que el ejército azteca venció al de los conquistadores y denominarla desde ahora “la noche alegre”, sin darse cuenta, como no lo hizo cuando afirmó que el Sol daba vuelta alrededor de la Tierra y que Amado Nervo no se llamaba así, que no se puede, por ningún motivo, calificar de “alegre” un suceso en el que mueren miles de personas, sea quien sea el que aporte el mayor número de bajas.
Ningún país en circunstancias similares ha calificado de alegre un hecho con estas características. Los rusos no se atreverían a denominar como alegre la batalla de Stalingrado, aunque hayan vencido a los alemanes; ni los aliados al desembarco en Normandía, a pesar de lograr su objetivo; y, mucho menos los estadounidenses al arrojar las dos bombas atómicas sobre Japón, aunque ello les haya dado la victoria sobre este país.
El problema con este tipo de actos es que ponen de manifiesto la catadura de la solicitante y el desfase entre su dicho y su actuar.
Profesor de la Facultad de Derecho, UNAM