Después de las elecciones celebradas el 1° de junio pensábamos que habíamos llegado al límite de la sorpresa y de los desaciertos; luego de una campaña ridícula en la que los candidatos solamente esgrimieron argumentos falaces y absurdos como compararse con un platillo de los antojitos mexicanos, afirmar que “se venía desde abajo” cuando todos conocíamos los orígenes privilegiados de su cuna; en ningún caso escuchamos argumentos sobre la labor que implica ser juzgador y la responsabilidad de tener en sus manos la aplicación y el respeto a la ley.
La sorpresa continúa, no por los resultados, pues conocíamos de antemano y sabíamos quiénes iban a ser los triunfadores por haber sido señalados por el dedo excelso de la gracia; el estupor siguió y no fue por los nombres, ni por las circunstancias personales, menos por su escaso o nulo currículum o inexperiencia en la materia.
Hasta ahora solo hemos escuchado afirmaciones formales respecto a las circunstancias físicas de administrar justicia; eliminar la vestimenta tradicional que ha sido utilizada por siglos en todo el mundo y en México por patriotas indiscutibles como Benito Juárez, José María la Fragua o Ignacio L. Vallarta, quienes la portaron con dignidad.
Pertenecer a una nación o una etnia es estar consciente de los valores que implica; los símbolos como la bandera, el himno, el escudo y la vestimenta son solo eso, símbolos; la esencia está en los lazos morales que unen a los miembros de esa colectividad: una historia común, un sentido de pertenencia, orgullo por los valores que representa y una disposición a preservarlos, a hacerlos vivir, a mantenerlos vigentes y a luchar por ellos.
Suponer que la esencia está en la vestimenta o en circunstancias superfluas dejando de lado lo verdaderamente importante es un síntoma de inseguridad en la pertenencia a ese grupo.
No se es más genuino representante de una colectividad por el hecho de vestirse de determinada manera, ni por hacer gala de ello; de ser así caeríamos en la ridiculez de que los integrantes de los tribunales superiores se vistieran de forma que pretendidamente demostraran el valor cívico de sus sociedades; los de los Estados Unidos de América de cowboys, los de Italia de gondoleros venecianos, los de España de bailarines de flamenco y, lo que sería verdaderamente inconcebible, que las representaciones diplomáticas de Francia en lugar de poner en alto los valores liberales de la República Francesa, con toda su historia como orgullo de la humanidad por proclamar los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad, quisieran hacer valer la imagen de su patria vistiéndose de bailarinas del can-can.
Es mucho pedir, pero, ojalá, tuviéramos por lo menos pudor y seriedad.
Profesor de la Facultad de Derecho, UNAM