En días pasados, Transparencia Internacional degradó la calificación en materia de índices de corrupción para el gobierno mexicano. Los destinatarios de semejante victoria minimizan esos índices señalando que son interferencias extranjeras que tienen como objeto debilitar a la República. Este es un tema (como el de la seguridad), donde pueden ir mostrando una diferencia en el temperamento de los funcionarios de este gobierno con respecto al anterior.

Morena se planteó como un movimiento (y no como un partido), en torno a la autoridad política de su fundador, Andrés Manuel López Obrador. Durante décadas, él planteó la necesidad de la regeneración institucional ante el progresivo deterioro de la política. La pérdida gradual pero constante de la credibilidad, debido al desprestigio de una generación de jóvenes políticos, fue causa de la alternancia política en 2018. Los escándalos de corrupción en el sexenio de Peña Nieto, centrados en políticos de entre 40 y 50 años, dieron lugar a que la política fuera acusada de frívola. El vínculo entre los fabricantes de imagen de las televisoras y estos políticos hizo pasar al gobierno como un escenario y al acontecer político, como una telenovela. Recuerdo alguna vez que ante el desastre de la “Casa Blanca”, inclusive algunos medios electrónicos empezaron a manejar la hipótesis de una renuncia presidencial. El hecho es que dicha generación fue reprobada y tuvo que entregar el poder a una generación anterior.

Durante la administración de López Obrador surgieron otros escándalos, el más sonoro fue el de Segalmex, aunque el más grave por su cercanía al presidente, fueron las acusaciones de tráfico de influencias de su consejero jurídico (miembro de la generación reprobada). Dicho escándalo transparentó diferencias de este servidor con la secretaria de Gobernación y el fiscal general de la República. El hecho es que hubo una disminución en el número de los escándalos de corrupción. También lo es que quienes llegaron al poder asumieron perfiles más discretos (excepto notables excepciones). Los símbolos del poder se tiñeron de ropajes de austeridad republicana. Los escándalos se centraron más en la indulgencia presidencial, para aquellos que pasaron de la arrogancia a la docilidad y, al contrario, en su ira en contra de sus críticos. Con ello, el presidente obtuvo obediencia a cambio de impunidad.

Lo interesante en este punto es entender por qué, si hubo un cambio favorable en la percepción interna sobre la corrupción de los políticos, es que hoy a nivel internacional, se percibe a México como un país más corrupto. Un cambio evidente opera ante la demolición institucional de los mecanismos para el control y supervisión de la integridad de los servidores públicos. Las reformas que desaparecieron la autonomía de estos órganos, como los órganos encargados de la transparencia o de la regulación en materia de telecomunicaciones y competencia económica, dejan al desnudo al poder presidencial como elemento central para ejercer este control. En su momento, estos órganos fueron creados para evitar que el poder político se aliara con las televisoras y las radiodifusoras, o con algunos intereses económicos para perpetuarse mañosamente en el poder. Especialmente, los inversionistas internacionales venían exigiendo que se desmontaran estos privilegios para generar un suelo parejo en la actividad económica.

Estas cortapisas ya no existen, cualquier abuso en esta materia puede cargarse a la cuenta de la Presidencia de la República. La regresión autoritaria ha devuelto una enorme cantidad de poder político a la presidenta de la República. Con ese poder va una enorme responsabilidad. Es por esto que hoy el discurso troglodita de Trump afirma que el gobierno de la República está en una alianza intolerable con las organizaciones criminales. Si la presidenta es quien tiene el poder y no arregla esos temas, Ella se hace responsable. La corrupción de cuerpos policiacos y autoridades, y su colusión con el crimen organizado, recae sobre la Presidencia, pues Ella se ha quedado con las herramientas para arreglar estos problemas. El tema se complicará. Si las organizaciones criminales en México son calificadas de terroristas, la colaboración que se le impute al gobierno con ellas, puede resultar que a México se le califique como a un país que colabora con el terrorismo.

Cuando la democracia depende más en el autocontrol del poderoso, que en los pesos y contrapesos, todo puede suceder.

Abogado

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