Comienza el año y los embates a la democracia se multiplican. En México, el proceso de demolición de los controles de la legalidad avanza sin reflexión mayor. En los Estados Unidos, el gesto de virilidad de Trump al sobrevivir un atentado y el abandono del centro político por el gobierno de Biden, abren una etapa donde se anuncia una política expansionista.
Entre el imperialismo ruso, el neo imperialismo americano y el intervencionismo chino, se abren escenarios de una conflictividad inédita en los últimos 80 años. Súmenle el respiro que se asoma para tiranos en América Latina y Asia y los pronósticos, se tornan reservados.
Además, esto se da en el contexto de procedimientos electorales donde las reformas y programas del vencedor precisamente son la punta de lanza para las regresiones autoritarias.
Es por esto que no debe sorprendernos que nuestra Presidenta se extrañe que se tilden de tiránicas reformas decididas por quien adquirió la legitimidad para decidir el rumbo del país.
Desmontar autonomías, que tienen como función garantizar que las leyes decididas por la mayoría sean aplicadas de manera indiscriminada para todos, es propiciar que quien manda, aplique la ley a su gusto. Es prohibir que el poder se use para reprimir a quien se opone y se favorezca a quien lo apoya. Es obligar al poderoso a cumplir la ley que dicta. A pensar el cumplimiento de la ley como compromiso, no sólo como derecho del poderoso.
El populismo se caracteriza por una alta concentración del poder en el líder. Él (y no la ley) se vuelve el centro simbólico de lo político. La claridad (por simple) de esta visión permite identificar a quien se implora y a quien se culpa de nuestro destino. La demagogia, pasa por ocultar la complejidad de la vida tras el slogan y el rito. Las formas son el fondo y el fondo se disuelve en las formas.
La verdad que a esto hemos llegado ante el cansancio social por la incapacidad de la democracia para resolver dos de los grandes temas de nuestro tiempo: la pobreza de muchos y la corrupción de unos cuantos.
La manipulación de los más pobres es tan condenable como la postergación de sus demandas. Por ende, la democracia debe generar necesariamente una política económica que termine con la pobreza estructural o estará siempre amenazada. Los pobres, en tanto una parte sustancial del electorado, determinan la asignación del poder político y en consecuencia, son el espacio de oportunidad para acceder a dicho poder. El populismo, perpetua la pobreza porque es el caldo de cultivo en donde éste prospera. El gasto social con fines clientelares es un mecanismo idóneo para mantenerse en el poder. La adopción de políticas públicas tendientes a emancipar a los pobres de su pobreza se torna contraintuitivo. El aspiracionismo para superar la postración, pone en riesgo al poder, pues necesariamente sustrae al pobre del control político clientelar.
Urge romper este círculo vicioso a través de la consolidación de un proyecto socialdemócrata, que propicie el desarrollo democrático (y de las libertades públicas) a través de la emancipación de la pobreza.
La debilidad del actual sistema de partidos hace creer a muchos que solo una crisis económica puede propiciar una reforma política. Tal apuesta es mezquina. Solo multiplica el dolor y pone en los pobres el costo de la irresponsabilidad de clase política.
Hay que estar atentos a la formación de nuevos partidos para dar una bocanada de frescura al régimen político. Urge que los jóvenes nos lean la cartilla a las generaciones que no cumplimos cabalmente con nuestra responsabilidad histórica. Que nos enmienden la plana siempre y cuando hagan lo que nosotros no supimos hacer bien. No perdamos más tiempo y aprendamos de nuestros errores e insuficiencias. Volvamos al futuro.
Abogado