Me encuentro en Roma cumpliendo una peregrinación personal. En el curso de mi vida, he podido cruzar la Puerta Santa durante los jubileos ordinarios que han acontecido desde que nací. La primera vez fue en 1975, en plena pubertad. En el 2000, al inicio de mi edad adulta y ahora, a las puertas de la tercera edad. Vengo a agradecer mi momento de vida y la oportunidad de reflexionar sobre la misma, desde otra perspectiva.

Roma es la ciudad eterna porque, precisamente, nos regala una mirada de Occidente, la cual es traspasada por todas las huellas que lo han marcado. Caminar desde el Foro Romano, culminación de la antigüedad clásica, para transitar hacia la arquitectura románica que nos habla de un tiempo más celeste que terrenal. De ahí, recorrer las pisadas de un renacimiento que recuperó el pasado para dibujar su futuro. Pasar al Barroco que fluye hacia la ilustración y que cobijó la contrarreforma como un ejercicio de rectificación frente a la corrupción preexistente. La depuración como tradición para atravesar la decadencia. Por último, nos queda el tránsito de la modernidad a la posmodernidad de estos días. Así, pasamos por el positivismo, el fascismo y llegamos al presente de una globalización incierta y reticente.

No es coincidencia que la institución histórica y política más antigua del occidente se haya pensado y administrado desde aquí. La historia de la iglesia católica es, en alguna medida, una historia romana, así como una peregrinación llena de luces y de sombras. Marcada por cismas, por gobiernos de déspotas corruptos y otros encabezados por santos, esta historia se construye por un impulso vital de supervivencia. Su vocación de eternidad.

He aquí que Roma nos regala una primera lección. Es cierto que arrojados al mundo, vivimos con la muerte a nuestras espaldas. Con el primer aliento inauguramos este destino inescapable. Habitamos el tiempo con obras que nos permitan trascender. Nuestra identidad es un tejido hecho de memoria y de olvido. No es fácil identificar lo que permanece, máxime cuando constantemente reinventamos el pasado. Somos seres urgidos de sentido.

Las ruinas nos gritan la resistencia al paso del tiempo. Al fin y al cabo, hay que empezar por no morir. La humanidad va dejando traza de su vocación de eternidad a partir de una arquitectura que la sugiere y la contiene. En la Edad Media se destruyen los restos del Imperio Romano para usarlo como material de construcción. El pasado es materia prima para la construcción del presente y su proyección al futuro. Cada era, es una capa de suelo donde pisamos. A veces, lo nuevo destruye y reconstruye. Otras, la transformación es mucho más armoniosa. Roma nos enseña que podemos evolucionar a partir de la memoria.

Existe otra lección que esta ciudad nos regala. La esencia de la eternidad es la belleza. Lo sublime conjura a la violencia y le enseña a fluir sin destruir con todas las críticas que se pueden imputar a la iglesia católica, no queda duda que su vocación de trascendencia parte de una tradición que conjuga un mensaje de amor, con una invitación a la contemplación de lo bello.

Lo humano se enaltece cuando mira más allá de sus narices. Lo que se vive con rencor, mata y muere. Lo que se hace con amor, permanece. Roma nos invita a superar la cultura de la obsolescencia, donde la tecnología a gran velocidad va construyendo chatarra a partir de la voracidad por lo nuevo. Es importante detenernos por un momento a observar lo que somos y lo que hacemos. Acallemos el ruido para escombrar en el mundo, esta necesidad de vivir con sentido.

Abogado

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