Soy parte de esa generación que, en su edad temprana, acudía con su familia al templo y con el pasar de los años fue transformando su espiritualidad para vivirla fuera de las prácticas religiosas. Monaguillo en mi infancia, ayudaba en la misa de ocho de la mañana y cantaba en el coro para la misa de mediodía. La muerte de mi padre y el estoicismo de mi madre frente a la adversidad, marcaron notablemente mi formación religiosa temprana. Pasar las vacaciones en la provincia (especialmente las de Semana Santa) y leer cada lunes los cuentos de “Vidas Ejemplares”, de Editorial Novaro, propiciaron la formación de una moral mojigata llena de juicios y descalificaciones al prójimo. La satanización del cuerpo y de la intimidad eran las secuelas de una sociedad conservadora, nacionalista y puritana.

Ese México era provinciano, encerrado en sí mismo, profundamente amante de los ritos y condenado a vivir en la certidumbre de costumbres inmutables. En aquel México, siempre ganaba el PRI y la clase política o la élite eclesiástica lavaban la ropa sucia en casa; la gran mayoría estaba contenta con la previsibilidad de la vida, hasta que el mundo empezó a ser impredecible. En efecto, el 68 acusa la fractura entre generaciones, que se venía gestando desde principios de los sesenta. En la siguiente década, se fue abriendo un espacio social donde el marxismo dejó de ser una visión propia de subversivos. La lucha por la justicia social y la superación de la pobreza fueron ganando terreno y conquistando la mente de las generaciones más jóvenes. México, que siempre suele llegar tarde a las transformaciones, aceleró sus procesos de secularización de la moral pública. Los templos empezaron a vaciarse como ya lo venían haciendo desde hace algunos años en Europa. Esta tendencia permanece irreversible hasta estas horas.

En las siguientes décadas se vivió una revolución neoconservadora, otra neoliberal, una siguiente neo social demócrata y la más reciente, la neopopulista. Lo que es un hecho, es que estos momentos se dieron en un contexto de globalización en donde las diversas visiones, costumbres y prácticas, intensificaron su diálogo entre sí. El aumento de los procesos de mestizaje cultural y comercio internacional nos mostraron toda la riqueza del mundo. Esta comunicación ha venido derribando prejuicios y propiciando la coexistencia de diversas visiones del mundo en un espacio social y comunicacional complejo y complicado. El neopopulismo, como visión que ve el peligro en la coexistencia con el distinto, es la punta de lanza para atemperar a la globalización. El resultado de esta pugna es incierto.

Lo que sí está claro es que un buen número de los miembros de mi generación, abrieron su mente y su experiencia a la convivencia con lo plural. En nosotros, el proceso de universalización puede ser ralentizado, pero no irreversible. La religiosidad de nuestra infancia se fue trasmutando a nuevas maneras de vivir la espiritualidad. En términos generales, se puede afirmar que muchos en mi generación se han revelado contra la intermediación del clero en la comunicación con Dios. Somos muchos los que pasamos a formar las filas de creyentes no practicantes que manejan su relación con lo divino desde lo laico. Un elemento central de este proceso ha sido el de separarse de la ética sexual católica para encontrar la afirmación de lo divino en la intimidad, de una manera más libre y personal. Para nosotros la diversidad es una consecuencia necesaria de emanciparse de una visión pecaminosa y culpígena sobre la sexualidad. Por otra parte, somos una generación mucho más vinculada con la acción social, es decir, con la solidaridad. Creemos que superar la inequidad y mitigar la pobreza son obligaciones ineludibles para una persona de bien, y que vivir bien no puede ser el privilegio de unos pocos, respecto a la tragedia de muchos. Este cambio de énfasis de la ética sexual, a la ética social, nos distingue como generación.

Acostumbrados a que la iglesia católica diera sus batallas frente al comunismo y al materialismo, vimos con simpatía su dimensión política, pero no nos sentíamos llamados a dialogar con ella. Hasta que llegó Francisco. Este Papa no plantea una revolución teológica. La ética sexual católica sigue siendo heterosexual y permitida en contextos institucionales protegidos por fórmulas sacramentales. Pero algo cambió, simple y sencillamente Francisco recuperó el discurso del amor, la tolerancia y la aceptación del prójimo. Amar sin juzgar (mandato evangélico desde el principio de los siglos) volvió a tener una centralidad pastoral. Cuando se va construyendo una pastoral para los homosexuales o los divorciados, se abandona el sectarismo del juicio y se convoca a la armonía del respeto y del perdón. No quiero extrañar ese Francisco. Espero que una voz así de amorosa y sencilla prevalezca en el Vaticano. En un tiempo donde los liderazgos políticos son chauvinistas, sectarios y promotores del odio o del rencor, es importante no perder la esperanza en una religiosidad que se viva desde la reconciliación y el amor.

Que el espíritu de Francisco ilumine la mente de sus cardenales.

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