Solo, encerrado en algún lugar —Palenque dicen unos, Palacio Nacional, sospechan otros—, el líder reflexiona sobre lo que ha logrado en México en tan solo seis años y algo más. Por una parte, se siente feliz por haber asegurado su permanencia en el poder y garantizado la impunidad de los suyos, pero, por la otra, no tiene con quién celebrar su triunfo, ya que el miedo lo ha obligado a invisibilizarse, pues, aunque millones lo siguen amando, otros tantos lo aborrecen y teme por su vida. Para un ególatra con ínfulas de redentor, el aislamiento debe ser un castigo inconmensurable.

En su ambición desmedida por el poder, decidió dividir a la población en dos: su pueblo bueno y el otro pueblo, que no es pueblo. Con simples matemáticas, sabe que con la mitad que le es fiel, le es suficiente para perpetuarse en el poder. A su mitad la mantuvo con dádivas hasta la elección, sin importar la criminal forma en la que endeudó al país durante su sexenio, especialmente los 2 billones de pesos que adquirió en su último año, dinero que no produjo nada en beneficio del país, pues fue utilizado principalmente para garantizar el triunfo de su sucesora.

El expresidente logró todo lo que quiso y, aquello que no consiguió en su sexenio, lo cristalizó en el actual, demostrando que él es quien manda en México, por las buenas o por las malas. Con su inmenso poder y la obediencia ciega de aquellos a quienes ha permitido ejercer una corrupción sin límites, garantizándoles total impunidad, ha logrado consolidar sus sueños, al igual que sus venganzas. La nueva presidenta —seleccionada por él con tres años de anticipación, por ser ella a quien mejor podría controlar y la única sin un grupo político importante dentro de Morena—, luce maniatada e impotente; observa los cambios o las correcciones que aquél ordena, los obedece y los hace suyos con ese rictus tan inevitable, que solo denota angustia, detrás de una risa apretada que luce más falsa que un billete de $2.50. Aquí vale la aclaración que estos 100 primeros días de su gobierno comprueban que mi comentario tiene mucho de certeza y nada de misoginia.

Él quiso acabar con el Poder Judicial y lo logró, se apropió de mala manera del Legislativo y está claro que nunca perdió la posesión del Ejecutivo. A nuestra muy parchada Constitución la convirtió en papel sanitario y la modifica como se cambia de calzones. Ejerciendo descaradamente el nepotismo, heredó el partido al más avezado de sus hijos y lo encamina a una eventual sucesión.

El poder que tanto soñó, que concibió y construyó con una profusa imaginación durante seis años, hoy lo ejerce por interpósitas personas; él es Adán Augusto, es Monreal y es Noroña, pero, sobre todo y a pesar de las inútiles, pero visibles resistencias, él es también Claudia.

Pero el expresidente —a quien la sucesora insiste en quitarle el «ex»— está totalmente solo, aislado y no tiene con quién celebrar su pírrico triunfo. Lo que tanto disfrutaba cada fin de semana, llenarse de pueblo, arengar a los cuatro vientos su mesiánica misión, gritar hasta desgañitarse y llevarse los brazos al pecho en señal de amor por sus incondicionales pensionados, ya no puede hacerlo, pues sabe que su reaparición provocaría un caos aún mayor que el que estamos viviendo. Su día podría resumirse en comer, rumiar, dormir y asegurarse de no perder el control del país, o sentarse en un sillón ante una televisión gigante, viendo repeticiones de partidos de beisbol, pues la temporada de este año en Ligas Mayores aún no comienza.

Bajo esas condiciones, poco importa si López Obrador —a quien no se ha visto públicamente desde el 1 de octubre pasado, cuando salió de Palacio Nacional— está en Chiapas, en Cuba o sigue en el domicilio presidencial. Nadie lo vio subirse a un avión o llegar a La Chingada. Donde quiera que esté, muy pocos tienen derecho de picaporte en su morada. Sus pruebas de vida son meras deducciones, por la publicación de documentos con su sello personal, o por señales que envía a través de sus otros yo. Podría asegurar que, aún si ya no siguiera con vida, seguiría cabalgando como el Mío Cid, ganando batallas atado a la silla de un caballo.

El patriarca vive una penitencia ejemplar en su jaula de oro, la que, parafraseando al inolvidable Cuco Sánchez, «no deja de ser prisión».

X: ferdebuen

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