Cuando Claudia cruzó la puerta de su oficina, su invitado no volteó de inmediato. Observaba los libros en la vitrina detrás de la Silla del Águila, esa que había ocupado durante cinco años y diez meses. La presidenta se sentó en la mesa de juntas, donde estaban dispuestos los enseres para el desayuno, y esperó a que él girara para invitarlo a sentarse. Sin embargo, Andrés Manuel permaneció inmóvil, obligándola a romper el silencio.

—Buenos días, presidente. Me da gusto verte, pero dime: ¿a qué debo el honor de tu repentina visita? —preguntó Sheinbaum con voz amable, aunque el lenguaje corporal de su interlocutor no auguraba cordialidad.

—¿Cómo a qué debo, Claudia? —respondió López Obrador al fin, girando con el rostro descompuesto y los ojos encendidos—. Todo lo que construimos se está yendo al carajo por tu culpa, y no lo voy a permitir —dijo, colocando su mano izquierda sobre el águila del trono presidencial.

Pero la Claudia que él había visto semanas atrás ya no era la misma. Su prestigio internacional había crecido tras su forma de contener a Donald Trump, y ahora se sentía más popular que su antecesor, empoderada y poco dispuesta a ceder.

—Mira, Andrés —respondió ella, aceptando el desafío—. Ni tú ni yo sabíamos lo que Trump tenía reservado para México. Tú asegurabas que lo tenías controlado, pero ni siquiera te tomó la llamada para felicitarlo. Ante sus amenazas, no tuve más remedio que improvisar y despachar a los 29 narcos, con Caro Quintero a la cabeza.

—Ese fue tu error —espetó López, señalándola con dedo flamígero—. Por apresurada y miedosa, te quedaste sin fichas. Ya se hicieron de Guzmán, de dos de sus hijos y de Zambada. Solo quedan Mencho Oceguera e Iván Guzmán para completar la lista. Todos ellos están dispuestos a cantar para convertirse en testigos protegidos. Y cuando eso pase, no tardarán en venir por nosotros. ¿Entiendes? —dijo alzando la voz—. Si por tus aceleres llaman a declarar a alguien de los míos, habrá consecuencias, y sabes que no bromeo.

El semblante de Claudia cambió. Su mirada desafiante se desvaneció y descendió hasta posarse en sus manos, que se movían nerviosamente. Tras unos segundos, volvió a mirarlo.

—Te he defendido todo el tiempo. A pesar del desprestigio de los nuestros, sigo firme en defensa del movimiento. ¿Acaso no pedí que te dejaran en paz?

—No tiene caso que me defiendas —la interrumpió él, levantando la mano—. El pueblo me sigue adorando y mis adversarios me seguirán odiando. Pero al tratar de saciar la sed de Trump con las redadas de Harfuch, nos acercas más al fuego. Recuerda que tú también estás embarrada. Tu presidencia podría durar solo tres años y quedarías tan expuesta como yo.

Dicho esto, se sentó frente a ella. Claudia apretó el timbre portátil y, de inmediato, ingresó por la puerta de servicio el mesero Cienfuegos, cuya discreción y pericia le habían ganado la confianza de ambos presidentes. Pasaron algunos minutos en silencio bebiendo café, tratando de aligerar la tensión. Cuando llegó el desayuno, ella retomó la iniciativa.

—No debemos pelear, Andrés —dijo en tono conciliador—. El país la está pasando mal y la oposición aprovecha cualquier cosa para dañarnos. Con lo de Teuchitlán, pedí al fiscal que culpara al gobierno de Jalisco, pero no logramos credibilidad.

—Eso me preocupa —respondió López, dejando de lado el trozo de tortilla que iba a llevarse a la boca—. Ese asunto será como Ayotzinapa, pero ahora me hace responsable. Sumado a lo de Trump, nos desprestigia aún más y nos deja vulnerables ante la justicia gringa. Además, cuidar las apariencias crea la presunción de que protegemos al Cártel Jalisco.

Mientras avanzaba en su disertación, su rostro transmutaba del poder al miedo. Continuó:

—Decenas de políticos nuestros tienen cola: familiares, diputados, senadores, secretarios, gobernadores. Si llaman a cuentas a cualquiera de ellos, será el final de la Cuarta Transformación, tú y yo incluidos.

—¿Qué sugieres? —preguntó Claudia, con aparente nerviosismo.

—Ya hablé con Chucho. Le ordené invertir lo que sea necesario para mover las granjas de bots y sus periodistas para dejarnos a salvo ante el pueblo. A los neoliberales no necesitamos convencerlos, ellos se autodestruyen solos. Con eso resolvemos lo doméstico, pero, lo internacional… —el exmandatario solo meneó la cabeza de un lado al otro y no terminó su frase.

—Está complicado, muy complicado —replicó ella—, pero encontraremos la solución. Salvo excepciones como la del Ajusco, tenemos a los principales líderes de la industria, medios y banca comiendo de nuestra mano. Le ayudaremos a Jesús en lo que haga falta. ¿Sigues en Varadero?

—Varadero es bello, pero me aburro. Viajo a Palenque o vengo aquí, con alguno de mis hijos. El problema es el eterno acoso de los medios, la DEA, la CIA o el FBI. Hoy mismo llegué aquí a las cinco de la mañana, de incógnito, con uniforme militar y gorra. Afortunadamente, sigo guardando ropa en el clóset del adjunto. ¿Sabes? —bajó la voz—. Ya me estoy hartando de vivir escondido. Ahora sí tengo miedo de que ese loco, en un arranque de populismo, me ponga una orden de búsqueda y captura; peor, si me señala como terrorista por mis supuestos nexos con el narco.

Por primera vez, Claudia vio a un López Obrador humanizado y emocionalmente debilitado, casi irreconocible. Lejos quedó quien desdeñaba al mundo poniéndole el pecho a las balas. Este hombre cansado y avejentado, cambió en minutos de la valentía y el desafío, al temor y la pequeñez.

Se despidieron y el expresidente salió por la puerta anexa, acompañado del fiel Cienfuegos. Caminaron por pasillos aislados hasta el estacionamiento de la puerta 6, donde una camioneta negra lo esperaba para llevarlo con rumbo desconocido.

Cuando cerró el portón de su oficina, Claudia se dirigió a su escritorio, se sentó, volteó al techo y, apretando los puños en señal de triunfo, le agradeció a Donald Trump con el pensamiento. Por primera vez, desde su toma de posesión, la Silla del Águila se sentía más cómoda que nunca.


X: @ferdebuen

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