En México, los errores del poder no se asumen: se administran. Cuando el gobierno se equivoca, lejos de rectificar, calcula, posterga y disfraza la omisión con comunicados que llegan tarde y sirven más para encubrir responsabilidades que para proteger a la población. En materia de salud, ese patrón ha sido constante, y el episodio de los respiradores defectuosos de Philips —mencionado hace unos días en la conferencia matutina— es apenas la más reciente prueba de esa lógica: la del Estado que llega siempre después del daño.

La presidenta Claudia Sheinbaum aseguró desde el podio del Salón de La Tesorería que «los ventiladores de Philips ya fueron retirados». Una afirmación categórica, pero falsa. La realidad, documentada por organismos independientes y medios nacionales, demuestra que muchos de esos aparatos continúan en uso en hospitales públicos y privados, pese a que la propia empresa reconoció en 2021 que contenían materiales tóxicos y que la FDA estadounidense ordenó su retiro inmediato. Fue hasta el 8 de octubre de 2025, cuatro años después de la alerta internacional y decenas de casos de cáncer y muertes, cuando la COFEPRIS emitió un comunicado instruyendo la «inmovilización y segregación» de los equipos defectuosos, un tardío reflejo burocrático que evidencia la negligencia de un Estado que reacciona solo cuando el escándalo se vuelve inocultable.

El caso Philips no es una anécdota aislada, sino un síntoma. Desde la desaparición del Seguro Popular y el fallido nacimiento del INSABI hasta la fragmentación actual del IMSS-Bienestar, el sistema de salud mexicano ha sido víctima de decisiones improvisadas, guiadas más por ideología que por evidencia, donde se culpa a las administraciones neoliberales sin asumir que han sido esta y la anterior las que han demolido al sistema. En lo que queda de él, millones de mexicanos deambulan por un panorama de hospitales saturados, personal insuficiente y medicamentos escasos. La política de salud se convirtió en una gestión de emergencia permanente: el gobierno presume gratuidad, pero ofrece abandono; proclama soberanía sanitaria, pero exige entregas a proveedores a los que no les paga. La autoridad encargada de protegernos de riesgos sanitarios actuó con la lentitud que caracteriza a un aparato más atento a los equilibrios políticos que a la salud pública. El Estado no solo ignoró las alertas extranjeras: desconoció también las propias.

Esa misma sordera institucional se repite en otros ámbitos. Las recientes inundaciones en Veracruz, Hidalgo, Puebla, Querétaro y San Luis Potosí —con decenas de muertos y miles de desplazados— habían sido advertidas por la Conagua con anticipación. Los reportes técnicos señalaban niveles críticos en presas y ríos, pero ninguna autoridad federal o estatal activó los protocolos de emergencia. La tragedia no fue imprevisible, sino ignorada. Esa indiferencia, disfrazada de eficiencia, es hoy la marca del gobierno. La actitud ladina, el desprecio por la evidencia técnica y la obsesión por controlar la narrativa en lugar de los daños han convertido cada crisis —de salud, ambiental o social— en una catástrofe evitable. Cuando el poder niega los avisos, los muertos no son accidentes sino consecuencias.

Mientras se persigue con alevosía fiscal a empresas que invierten, manufacturan y generan empleo, como lo es Samsung —a quien el gobierno quiere forzar a pagar doble tributación—, se protege o se tolera a corporaciones que ponen en riesgo la vida de los mexicanos. Philips, con antecedentes de sanciones en Europa y Estados Unidos, siguió operando en México sin cumplir los estándares mínimos de seguridad. Aquí no enfrentó multas ni procesos; aquí se le permitió vender, donar y prolongar el uso de equipos prohibidos en casi todo el mundo. La diferencia no está en la ley, sino en la vara con que se mide, esa que se ajusta según la conveniencia del poder. Ese doble rasero revela algo más profundo que la corrupción o la negligencia y muestra una cultura política donde la cercanía con el poder vale más que la responsabilidad social.

La retórica oficial se ha especializado en el eufemismo. Los errores son «incidencias», las fallas «retos» y las tragedias «procesos de aprendizaje», pasando por «interrupciones del flujo sobre la vía», «desplazamientos hacia el piso» o «desbordamientos ligeros». Pero en salud pública, en protección civil o en seguridad, cada demora se mide en vidas. Los respiradores defectuosos y las presas desbordadas pertenecen al mismo inventario de irresponsabilidades: ambos reflejan un Estado que no escucha, no prevé y, cuando responde, lo hace con falacias.

Como parte del manual que le heredó a su antecesor y gurú, Sheinbaum recurre a la mentira como mantra y su equipo genera el eco a través de las decenas o cientos de voces a las que les paga para goebbelizarlas (valga el neologismo); cuando la falsedad ya no cabe, recurre a la omisión y cuando la evidencia ya es inocultable, dice con un intento de cinismo que «carece de información». El paso final es siempre el mismo: «Si tienen pruebas preséntenlas ante la Fiscalía.» La evasión como forma de gobierno.

La autoridad moral de un país se mide en su capacidad para reconocer sus fallas y corregirlas. Aquí sucede lo contrario: se niegan los errores hasta que se vuelven irreversibles. En ese sentido, el tardío comunicado de COFEPRIS no es un acto de reparación, sino un certificado de culpa diferida.

Sumada a la corrupción, al mal gobierno y a la destrucción de las instituciones de control —entre muchas otras cosas—, la negligencia representa un capítulo importante en el ideario de la cuarta transformación. El problema con este rubro es que su práctica cuesta vidas y las muertes no se olvidan con mentiras, promesas o pensiones del Bienestar.

X: @ferdebuen

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