A mi amigo Gerardo Laveaga, aunque me reservo el porqué.

Un sábado de mayo de este mismo año. Suena el celular de Claudia Sheinbaum a las 4:15 de la mañana. Al ver el nombre en la pantalla del teléfono, se disculpó con quienes compartía la larga mesa rodeada de monitores que cubrían las paredes laterales y frontal de aquel cuarto y se levantó, creando una obvia expectación entre los presentes, quienes respetuosamente se pusieron de pie.

—Tengo que responder esta llamada —dijo, señalando con el dedo a la pantalla de su iPhone 16—. Ahora vuelvo. Continúen, por favor.

Salió del cuarto de guerra de Palacio Nacional y se sentó en uno de los sillones de la sala de espera. Pidió a los dos guardias militares que le llevaran un vaso de agua y la dejaran sola.

—Hola, Andrés —contestó la presidenta, tras dudar si debía decir buenos días o buenas noches—. Siendo la hora que es, imagino que se trata de algo urgente —dijo con cierto cinismo.

—¿Que si es urgente? —replicó López Obrador, iracundo—. ¿Qué has hecho con todos? ¿De verdad me crees tan pendejo como para no darme cuenta de que acabas de secuestrar a Monreal, Adán Augusto, Gutiérrez Luna, Noroña, Mario Delgado... y hasta a mi hijo Andrés Manuel? ¿Acaso te volviste loca? —Su voz se elevó, alcanzando el tono agudo y rechinante de sus discursos más encendidos—. No puedes hacer eso. Casi todos tienen fuero. ¡Esto te va a destrozar! ¡Acabas de iniciar una guerra!

Tras unos segundos de tenso silencio, Sheinbaum respondió con aparente tranquilidad:

—¿Ya terminaste de gritar? Te recomendaría calmarte. Esta puede ser una conversación que termine en este instante... o puedo explicarte punto por punto lo que pasó. Tú decides.

La respiración agitada del expresidente se oía en el altavoz. Hacía evidentes esfuerzos por controlar la hiperventilación. Se escuchó incluso que bebía agua.

—Está bien —dijo finalmente, resignado—. ¿Qué fue lo que pasó?

—Recibí hace unos días al embajador de Estados Unidos. Me transmitió un mensaje directo de parte de su jefe: «O nos entregas a López Obrador o a los principales líderes de su movimiento, empezando por su hijo, Andy».

Andrés no dijo nada. Claudia continuó:

—Le pregunté a quiénes se refería. Me dio justo los nombres que acabas de mencionar. Añadió que, si no accedía, me olvidara de cualquier negociación; habría intervención militar contra los cárteles, se cancelaría el T-MEC y aumentarían los aranceles. Me dio 30 días. Se levantó, me estrechó la mano... y se fue.

—El muy hijo de su... —masculló Andrés—. ¿Por qué no me avisaste? Pude ayudarte a encontrar una salida, convencerlos de que renunciaran... entregar a uno o dos.

—¿Avisarte a ti, Andrés? —respondió ella, con una risa contenida—. ¿De verdad crees que la pendeja soy yo? La única persona que no podía enterarse eras tú. Habrías mandado pitazos, como siempre. Ambos sabemos que no te tiembla la mano para traicionar si eso te protege, incluso si me arrastras contigo... o a tu hijo.

Se detuvo brevemente. Luego, en tono más seco:

—No necesitaba tu aprobación. Y tampoco tengo por qué darte explicaciones. Lo hago porque te aprecio. Porque me diste esta oportunidad. Pero incluso eso tiene un límite. Te hemos protegido... pero se me está yendo de las manos.

—¿Te apoyaste en la CIA? —preguntó Andrés, más calmado.

—No fue necesario, aunque lo ofrecieron. Fue un plan diseñado por Trevilla y Harfuch. Y salió perfecto.

Hizo una pausa, luego añadió con precisión:

—Primero, no fue secuestro, fue una detención legal. Nos brincamos el fuero con delitos ajenos a sus funciones legislativas. Todos tienen cola que les pisen, Andy incluido. Cada uno tiene una carpeta llena de acusaciones: corrupción, tráfico de influencias, lavado, nexos con el narco... lo que quieras.

—¿Cómo es que Gertz te extendió las órdenes de aprehensión sin avisarme? —la cuestionó el expresidente azorado.

—Porque tenemos una enorme carpeta de él… y se la mostramos —le respondió la sucesora.

Se detuvo para dejar que las palabras hicieran efecto. Luego continuó con tono más narrativo:

—Seleccionamos cuerpos de élite, sin celulares, sin computadoras y sin saber lo qué harían; los reclutamos con dos semanas de anticipación, los entrenamos en células de ocho elementos, cada uno obtuvo pleno conocimiento de los planos e interiores de las viviendas.

Andrés escuchaba sin interrumpir. Claudia prosiguió:

—A tus achichincles los cité a desayunar hoy a las 8, en Palacio. Necesitábamos que durmieran en la Ciudad. Ya los teníamos vigilados: Pegasus, micrófonos de penetración israelíes, seguimiento visual. Esperamos al silencio total en cada casa.

Hizo otra pausa breve, placentera, como quien rememora un triunfo:

—A la 1:30 a.m., activamos bloqueadores. Se cortaron señales celulares y de radios, y cortamos teléfonos. Cada agente llevaba cámara en el casco transmitiendo en vivo. Los guardaespaldas fueron neutralizados sin violencia. Algunos, incluso, abrieron la puerta al ver que era una operación oficial.

—¿Y luego? —preguntó Andrés, con la voz ahora más baja.

—Tras la detención, dejamos a cuatro agentes en cada residencia para evitar filtraciones. Los demás llevaron a los detenidos a una ubicación reservada. Ya están informados de sus cargos y sus abogados van en camino. Iniciando la mañanera, anunciaré los nombres y delitos.

—¿Qué harás con ellos? —inquirió el tabasqueño.

—Los mandaremos a Estados Unidos en fast-track, entregados, no deportados.

El silencio se alargó unos segundos, hasta que Andrés exigió:

—Quiero hablar con mi hijo, ahora.

—No será hoy. Mañana tendrán unos minutos, por videollamada.

Como si apenas se hubiese dado cuenta de la ominosa gravedad del asunto, el tono de López Obrador cambió radicalmente. Volvió la furia:

—¡Qué poca madre! Desde este momento, eres mi enemiga. Haré lo necesario para destruirte. Habrá revuelta.

—Ten cuidado con lo que dices —replicó Claudia, ya visiblemente alterada—. El Legislativo ya es mío y el Judicial pronto lo será. Cien cuadros de Morena tienen expedientes listos para activarse si veo una señal de rebelión. Los secretarios de Marina, Defensa y Seguridad están aquí, ahora mismo, en la sala contigua. Morena, sin ti y sin sus líderes se esfumará y tus sanguijuelas chuparán sangre en otro partido.

No hubo respuesta inmediata. Claudia aprovechó:

—¿En serio, me amenazas? ¿Con qué poder? Si haces algo, te entrego. En Estados Unidos te pueden condenar a muerte con solo el diez por ciento de lo que tienen sobre ti. Y no sería deportación. Ya se te acabó el transporte militar y di órdenes para que la Guardia Nacional te trate como a cualquier expresidente.

Andrés carraspeó y tragó saliva.

—Necesitamos una tregua. Hablemos en persona. Hoy, si quieres. Pero no entregues a nadie aún.

—Hoy no tengo tiempo. Y no pienso verte hasta que estén volando al otro lado. Estiraste la liga hasta romperla. Vete a Cuba, a Venezuela, a Nicaragua. Aquí, solo puedes vivir escondido. Eso sí, estás en mi radar. Cada llamada, correo o reunión tuya será monitoreada.

Tomó aire y remató:

—Pronto caerán también los líderes de los cárteles. Están ubicados. No trates de contactarlos. Si lo haces, se acumulará a tu juicio.

Andrés intentó intervenir.

—Pero, Claudia...

—Ya no hay peros, presidente —lo interrumpió en forma tajante—. Sabíamos que Rosa Icela te avisaría y le pusimos un cuatro, pinchando su celular. Ya no seguirá en Segob. Por cierto, bloquearé tu número ahora mismo. Si me necesitas, encontrarás cómo hacerlo.

Colgó.

Volvió al cuarto de guerra. Todos la miraron. Ella se sentó y dijo con voz firme y una indisimulable sonrisa:

—Todo conforme a lo planeado. Seguimos adelante. Muchas gracias, queridos secretarios. Ahora sí —hizo una pausa y alzó el tono de voz—, démosle la bienvenida al sexenio de la presidenta Claudia Sheinbaum.

La noche de los cuchillos largos

Nadie imaginó que sería Adolf Hitler quien inspirara a Claudia Sheinbaum. Entre el 30 de junio y el 1 de julio de 1934, el Führer ordenó la purga de la SA (Sturmabteilung) y de todo aquel que representara una amenaza interna en el partido nazi. Más de 85 personas fueron asesinadas. El episodio se conoce como «La noche de los cuchillos largos».

Aquí no hubo muertos, pero sí una purga. Finalmente, el poder cambió de manos. Sheinbaum aplastó a los leales de su mentor. Consolidó su mandato. Y abrió una nueva era.

¿Y ahora qué hará el expresidente? fdebuen@hotmail.com

X: @federbuen

Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad no es coincidencia: es imaginación. Esta historia es completamente ficticia. Nadie fue herido (ni entregado a los gringos) durante la escritura de este texto.

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