Tarde–noche entre semana en el metro de la Ciudad de México, hora pico. Todos los vagones llenos y compactos, pero alcanzo a meterme en un espacio que me permite llegar hasta el fondo. Cinco estaciones hasta mi destino. A lo largo de las cuatro que debo recorrer, sigue entrando gente. Llevo mis audífonos caros, mientras escucho la radio para hacer un poco más llevadero el trayecto. Una estación antes de bajar, decido guardar mi teléfono celular en una pequeña bolsa donde sólo llevo un cuaderno, mis llaves y mi libreta, justo para prevenir un robo. Veo que no será nada fácil salir de ahí, por lo que al entrar a la estación donde debo bajar, trato infructuosamente de acercarme a la puerta... Nadie se mueve. Al momento de abrirse las puertas, no me queda de otra que empujar y tratar de hacerme espacio para salir; abrazo mi bolsa y —como puedo— busco una rendija para avanzar, pero sólo la encuentro a base de empujones fuertes, mientras la gente que esperaba para entrar al vagón avanza. La lucha se vuelve violenta y justo dos pasos antes de lograr salir, siento que mi audífono izquierdo se resbala de mi oreja y cae. De inmediato me doy cuenta que es imposible recuperarlo, por lo que doy el paso definitivo y logro escapar. Las puertas del vagón se cierran, volteo para mirar la zona donde debió caer mi audífono y la gente me mira, pero no hay nada que hacer.

Me siento una víctima del transporte colectivo, de la sobrepoblación, del valemadrismo citadino y de la falta de empatía... Nada de eso. Pronto me daré cuenta de que simplemente soy una víctima de mi propio victimismo.

Un par de días antes de mi incidente, vi con más sorpresa que indignación la excesiva atención que recibió Javier Chicharito Hernández durante y después del partido Chivas vs Atlas. El Guadalajara necesitaba un tanto y el goleador histórico de la Selección Mexicana calentaba, sin ingresar. Nunca fue considerado y su club resultó eliminado. Él sabe que las cámaras lo siguen, sabe cuándo hacer aspavientos, cuándo esconderse dentro de la casaca de calentamiento. Sabe que no ser tomado en cuenta por el entrenador le convierte, de inmediato, en la víctima de su equipo que, después de este fracaso, podrá perder menos que el resto de sus compañeros (en una señal de que no todos ganan y pierden por igual en un equipo). Mientras aparece la indignación por “la falta de respeto hacia Chicharito”, el otrora goleador saborea su nuevo papel de víctima. Si su papel de victimizado le sienta cómodo, su realidad por ocupar la única posición que en el futbol es medible con goles, necesariamente debe bombardear su conciencia.

Víctima o victimizado, no importa. Debemos asumir nuestra responsabilidad por no prever y no cumplir expectativas... Por suponer que la gente debe ser empática y la portería rival, amigable. Ninguna de las dos posturas nos hace crecer, ni nos arregla el problema.

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