A la memoria de Antonio Gazol Sánchez, ejemplar estudioso de los temas que aquí se abordan y sobre los que dejó un valioso legado. Nadie muere del todo cuando su obra se sigue leyendo.

Dentro de la jerarquía de las palabras obscuras y sin belleza, con que las discusiones económicas enturbian nuestra lengua, el vocablo integración ocupa un lugar muy destacado” (Francois Perroux, 1954, citado en Bela Balassa, 1980, Teoría de la integración económica, Uteha, México, p. 1).

Entre las paradojas de la historia de nuestra economía política, más o menos reciente, destaca el hecho consistente en que la integración con los Estados Unidos (y, muy secundariamente, con Canadá) fue la reforma estructural más relevante del salinismo y, para los dos gobiernos de la 4T, sea la prenda más querida. El licenciado Salinas de Gortari dejó un par de huellas neoliberales profundas, con la firma y puesta en operación del TLCAN y con las reformas conducentes a brindar autonomía al Banco de México, que los sedicentes gobiernos transformadores no se atreven a borrar.

Los gobiernos mexicanos de ayer y de hoy han propuesto, dos veces a Trump y una a Biden, conformar una región, en ocasiones norteamericana y en ocasiones hemisférica, capaz de competir con China por la hegemonía económica y comercial del planeta. Son idos los tiempos en los que la izquierda, no solo la mexicana, proponía la diversificación de las relaciones comerciales para adelgazar la dependencia con los EUA.

La buena dosis de política industrial, en el sentido del Sistema Nacional de Economía Política propuesto por Federico List, que contiene el Plan México, queda puesta en tensión por la eventualidad de una integración de mayor densidad que la correspondiente a Zona de Libre Comercio (e inversión) en la que han operado, tanto el TLCAN como el T-MEC, hasta la fecha.

En una comparación pintoresca que escuché hace años de un colega catalán, los tratados de libre comercio equivalen a una vida promiscua, en la que se pueden signar tantos como se quiera (y los gobiernos mexicanos han establecido 14 con 52 países), mientras los instrumentos de integración con mayores densidades (uniones aduaneras, mercados comunes, uniones monetarias, uniones políticas) equivaldrían al matrimonio; es decir que, en condiciones normales, se pertenece solo a uno.

La tradición proteccionista estadounidense y el obcecado nacionalismo económico trumpiano no cazan muy bien con la invocación regionalista formulada desde México; no todavía. La insistencia en ese regionalismo, con la consecuente modificación de la densidad de la integración, en su caso, significaría la cancelación de 13 tratados con 50 países, para profundizar la dependencia con uno solo.

Con el T-MEC, en su condición actual, México conserva una soberanía comercial, invisible del lado de sus exportaciones pero vibrante del lado de sus importaciones y puesta al servicio de una eventual diversificación comercial. Si ocurre la metamorfosis a Unión Aduanera, se establecería un arancel común -muy alto, por cuanto el sustantivo es la más bella palabra en el limitadísimo vocabulario de Trump y por su exitosa afición de imponernos su voluntad- de cierta utilidad en el combate comercial con China.

Por la conducta de los gobiernos de la 4T, México no se encuentra en una nueva encrucijada histórica y ha tomado la decisión de integrarse lo más posible a la economía vecina, sin la necesaria reflexión a la vista. Por si fuera poco, y sin la ayuda de memoria sobre el fracaso de la ALAC y la traición de México (perpetrada por el mismo Carlos Salinas) a la ALADI, nuestra presidenta ha convidado al resto de América latina y al Caribe a este hemisférico e improbable episodio de integración, sin asumir que, en lo que hasta ahora hay disponible (el T-MEC), nuestro país no es integrante sino integrado. El invitado que a su vez invita pudo ser fuente de simpática inspiración para Chava Flores en Los gorrones, pero no parece disponer de mayores posibilidades en el horizonte predecible de la integración; menos aún con el registro de marca que Hugo Chávez le obsequió a todo lo Bolivariano.

Si de verdad se pretende una integración con Estados Unidos de mayor densidad, la única que le conviene a México es el Mercado Común, en donde -además de mercancías y capitales- se establece la libre circulación del trabajo, algo de lo que no andamos escasos. Soñar no cuesta nada, diría el clásico.

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