“Para su pesar (del historiador) las cosas no dejan de ser ´problemáticas por el hecho de que los estadistas hayan acabado con ellas, dejándolas a un lado como si prácticamente estuvieran solucionadas… Resulta sorprendente que el historiador que se toma en serio su trabajo pueda dormir por las noches” (Woodrow Wilson, The Reconstruction of the Southern States, Atlantic Monthly, enero 1901, citado en Adam Tooze, 2016, El diluvio. La Gran Guerra y la reconstrucción del orden mundial (1916-1931), Crítica, Barcelona).
Entre los numerosos errores de la izquierda universitaria mexicana, destaca el haberse sumado a la lucha para la destitución del rector Ignacio Chávez Sánchez, cardiólogo reconocido a nivel mundial y reformador talentoso de la UNAM a la que, entre otras cosas, le obsequió un bachillerato de Primer Mundo inaugurado desde 1964. La destitución de Chávez, perpetrada de forma humillante en abril de 1966, era el objetivo del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO) que juzgaba como comunista al Papa Juan XXIII.
Esta organización ultra derechista, que aún mueve una patita en Acción Nacional, se alió con el hijo del entonces gobernador de Sinaloa, Leopoldo Sánchez Celis y algunos otros rufianes expulsados de la Facultad de Derecho, para derrocar al ejemplar rector; para su desgracia, buena parte de la izquierda universitaria, en esa confusa lucha contra cualquier autoridad, se sumó a esa “lucha”, con la complacencia del infame gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
El asunto viene a colación por la convergencia en curso de ciertas facultades de la UNAM que presentan algunas demandas justas, como el servicio de comedores subsidiados, con otras mucho más opacas y oportunistas, como la cancelación de sanciones para quienes vandalicen las instalaciones universitarias. Extraño derecho el que, así, se defiende. Por añadidura, la Universidad Autónoma del Estado de México celebrará una curiosa votación del alumnado para decidir, entre otras cosas, la designación “democrática” de la rectoría.
Hay una peculiar agitación, de la que presumiblemente no están ajenos los integrantes de la 4T que históricamente han insistido en modificar el máximo ordenamiento que rige a la UNAM, para “democratizar” el nombramiento de sus autoridades. Como bien lo especifica David Graeber, nuestra especie se encuentra muy lejos de la machacona búsqueda de la perfección, cuando solo podemos aspirar al mejoramiento.
No hay duda que muchas reformas hacen falta en nuestra Máxima Casa de Estudios; tampoco debe haberla sobre el hecho consistente en que la actual administración se ha comprometido con la concreción de algunas de las más urgentes. En un sistema político en el que el presidencialismo ha recuperados sus peculiares fueros y en el que el Poder Legislativo se ha vuelto a colocar al servicio del Ejecutivo, resulta extraño que existan funcionarios que no apoyen a la presidenta en el respeto a la UNAM y a su autonomía.
Entre los apremios por atender las ocurrencias de Trump y el requerido sosiego para darle consistencia y, especialmente, viabilidad financiera al Proyecto México, algún tiempo se habrá de dar nuestra gobernante para apretar las tuercas de quienes mecen la cuna de los “descontentos” universitarios. A México y, por supuesto, también a la UNAM, se les debe respetar. Y mucho.