“Esclavo de la propiedad, condenado a perseguirla o a simularla para poder valer, o, lo que es lo mismo, para ser. El apretado es la negación viviente de la libertad. El apretado tiene también una idea de la libertad, pero es una idea negativa. Una idea pequeña. Su idea de la libertad se reduce a la creencia de que el Estado no tiene derecho a violar la propiedad privada […] Relajientos y apretados constituyen dos polos de disolución de esta difícil tarea en que estamos todos embarcados: la constitución de una comunidad mexicana, de una auténtica comunidad y no de una sociedad escindida en propietarios y desposeídos” (Jorge Portilla, 2023, Fenomenología del relajo y otros ensayos, Biblioteca Universitaria de Bolsillo, FCE, México, pp. 130 y 133).

Las obras de Luis Villoro, Emilio Uranga, Leopoldo Zea, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez Macgrégor, Salvador Reyes Nerváez, Fausto Vega y Jorge Portilla, en su notable diversidad, obligan a echar en falta al extraordinario grupo -Hiperión- que crearon como estudiantes (con la excepción del tercero, que ya era profesor) en 1948, para analizar, primero, al existencialismo sartreano y, después, para entrometerse en el análisis del ser del mexicano (Uranga dixit). Aunque Portilla fallece en 1963, la actualidad de su fenomenología es indiscutible.

Desde la aurora del liberalismo, un apretado de aquel entonces, John Locke, le asignó una sola tarea al Estado: “Mientras no exista propiedad no puede haber gobierno, cuyo verdadero fin consiste en garantizar la riqueza y defender al rico contra el pobre” (citado, por supuesto, en Adam Smith, 1958, La riqueza

de las naciones, FCE, México, p. 633). Entre las retorcidas “categorías” de la teoría neoclásica, destaca la del agente representativo: egoísta, con intereses excluyentes de corto plazo, maximizador de beneficios y minimizador de costos. Tal abstracción parecería inocua (o pendecua), por cuanto los seres humanos poseen muchos más atributos que los derivados del utilitarismo y porque dicho agente simplemente no existe, salvo en la desmayada sabiduría convencional.

En el ánimo de combatir a la heterodoxia que dio origen a la macroeconomía, la teoría dominante se empeñó en proponer una gran sumatoria de conductas individuales para ofrecer el supuesto gran descubrimiento de los micro fundamentos de la macroeconomía. La sociedad, bajo esta “lógica”, no es nada más que un gran conglomerado de agentes representativos y sus circunstancias utilitarias; la ignorancia deliberada de las diferentes complejidades prevalecientes entre el ámbito de los hogares y el de las naciones, es el verdadero fundamento de esta ocurrencia.

En palabras de David Graeber: “… los patrones de comercio, inversión o las fluctuaciones de las tasas de interés o empleo no eran simplemente el agregado de todas las micro transacciones que parecían componerlos”. En la búsqueda de micro fundamentos destaca una profunda hostilidad a algo que es mucho más que una idea y que toma la forma de un hacer: el arte de gobernar.

Para Keynes, la economía política es la combinación virtuosa de la teoría económica adecuada con el arte de gobernar. Si el Estado hace mucho más que resolver las inevitables fallas del mercado, esa sola presunción muestra la

redundancia de la utópica (en el peor sentido del término) autorregulación de los mercados y abre la percepción de un Estado totalmente distinto al imaginado por Locke y los apretados de todo el planeta, desde los asistentes al Coloquio Lippmann de 1938 hasta los votantes por Milei o por Trump.

Un Estado capaz de imponer a la propiedad las modalidades que dicte el interés colectivo es el que puede practicar el arte de gobernar. El debate sigue vivo y no está claro que la verdad prevalezca sobre los intereses implicados; hace rato largo que se debe colocar entre interrogaciones la bella conclusión de la obra magna de Keynes: “Pero, tarde o temprano, son las ideas y no los intereses creados las que presentan peligros, tanto para mal como para bien” (1958, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, FCE, México, p. 337). El propio Keynes decía: “Cuando la realidad cambia, y siempre cambia, yo cambio de opinión. Usted, ¿qué hace?”

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