A partir de ese momento, el gobierno (de McKinley) ha convertido la taimada y alevosa traición a las repúblicas débiles en su entretenimiento, el robo de sus tierras y el asesinato de sus libertades en su negocio” (Samuel Langhorne Clemens -Mark Twain-, 1901, Antiimperialismo. Patriotas y traidores, Icaria editorial, Barcelona, p. 11).

Entre los 45 presidentes que antecedieron y, en 1920, sustituyeron a Donald Trump, habría que pensar mucho en aquel que inauguró la grandeza que este subnormal evoca; no aparece entre los once esclavistas que se cuentan entre los quince que antecedieron a Abraham Lincoln; tampoco es el internacionalista Wilson que trató de reconstruir al mundo pasando seis meses en Versalles durante 1919; no es el muy sobreestimado (Hobsbawm dixit) John F. Kennedy. Si considera izquierdista a Joe Biden, no podría ser Franklin D. Roosevelt (que, en la solitaria neurona trumpiana, debe aparecer como una suerte de Lenin estadounidense).

Nos pasamos el primer mandato de Trump sin que nos aclarara el misterio; sin embargo, como a cada capillita le llega su fiestecita, el renovado presidente actual de la gran potencia le ha puesto nombre y apellido al creador de la grandeza estadounidense: es el republicano, but of course, William McKinley (1897-1901); el vencedor militar de la decadente España, que se apropió de Las Filipinas, Cuba y Puerto Rico.

El héroe del ocupante de la Casa Blanca es, en sentido estricto, el más célebre representante del imperialismo estadounidense y el creador del libreto de la política exterior de aquel país durante el siglo XX; es, también, un personaje que quiere ser emulado por el actual presidente, en una renovada vocación imperialista, presentada como una muy cuestionable revolución del sentido común, encabezada por quien ha ofrecido generosas muestras de carencia de ese sentido.

El asunto viene a colación por la reciente presentación del Plan México, Estrategia Nacional de Industrialización y Prosperidad Compartida, una llamativa propuesta de política industrial que, para quienes viven obsesionados con el urgente distanciamiento de la presidenta de su antecesor, hace palidecer al manifiesto político que se nos ofreció como Plan Nacional de Desarrollo en 2019.

La lectura del actual conduce a percibir la reconfortante influencia de la muy talentosa Mariana Mazzucato, especialmente en la adopción del término misión que, referida a la economía, es el título de una de sus más recientes obras (2022, Misión economía. Una guía para cambiar el capitalismo, Taurus, Colombia). La misión del Plan México consiste en:

  1. Elevar contenido nacional y regional en sectores estratégicos;
  2. Crear empleos bien remunerados en sectores de manufactura especializada e innovación;
  3. Incrementar el valor agregado en proveeduría local y cadenas globales;
  4. Desarrollo de vocaciones regionales en los polos de bienestar y corredores industriales;
  5. Definir prioridades nacionales de inversiones locales y extranjeras (CIFIUS) que respondan a necesidades de competitividad y bienestar del país, e
  6. Impulso a la integración regional del continente.

El plan incluye metas, incentivos, capacidades públicas, coordinación entre autoridades, habilitadores legales, polos de bienestar, sectores y regiones. Muestra una confianza excesiva en la inversión privada que, en el caso de la y los milmillonarios, se ha mostrado olvidadiza sobre la forma en la que, en la gran mayoría de los casos, alcanzaron esa condición mediante concesiones gubernamentales.

También se espera una avalancha de inversión extranjera directa (IED), justo cuando Trump está promoviendo el retorno de esos inversionistas al territorio estadounidense; en realidad, con su instrumento preferido, los aranceles, está amenazando a los inversionistas que no se trasladen a su país.

El atractivo geográfico de México, la larga y super transitada frontera con los Estados Unidos, ya no es suficiente por las amenazas arancelarias que el subnormal ha vinculado a un mejor desempeño de las autoridades mexicanas en los combates a la migración, a la venta de fentanilo y al crimen organizado.

Es lamentable que, padeciendo una fiscalidad miserable y regresiva, el Plan México tenga tan claros los qué y tan inasibles los cómos. El anterior y el actual gobiernos han declarado que no habrá reforma fiscal, sin ofrecer ningún argumento por el que se justifique la preservación de nuestro mayor problema moral, la desigualdad, por medio de la negación de la necesidad -en realidad, una urgencia imposible de exagerar- de poner en marcha una radical reforma fiscal progresiva. Los consejos de la Mazzucato, de enorme valía, han sido exitosos donde los Estados cuentan con soberanía financiera. Hay que adquirirla en México y solo hay un camino.

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