A escasos días de las elecciones más grandes de la historia de México, en las que se elegirán 21 mil cargos, estamos frente a políticos cuya principal estrategia es atacarse y culparse los unos a los otros. Apelan a la mala fama de los demás, como si ellos mismos no tuvieran cuentas pendientes de administraciones pasadas. Pero el cinismo y la indolencia con la que la clase política tradicional se dirige a nosotros es responsabilidad compartida de una ciudadanía poco comprometida, que ha sido incapaz de organizarse sin politizar y decir basta.
No queda muy claro si como causa o efecto de esto, vivimos en un país donde la violencia ha dejado de sorprendernos; en el que un niño o una niña de nombre Dante o Camila pueden ser asesinados a plena luz del día sin que nadie lo evite y que además se multiplique por 6 mil Dantes y Camilas en los últimos 5 años; en el que es completamente normal que más de 30 candidatos sean asesinados en una contienda electoral; en el que 57 periodistas hayan sido asesinados en el sexenio de Calderón, 47 en el de Peña y 44 en el de AMLO; en el que, según datos del Inegi en 2023, el homicidio es la primera causa de muerte para las personas de 15 a 44 años, y la quinta en niños de entre 5 y 14 años; en el que en la última década, en promedio, los homicidios sigan rondando los 30 mil casos anuales; en el que los migrantes que transitan por nuestro territorio tienen que pagar a ¨buenos¨ y a “malos” por el “derecho de paso”; en el que en promedio mueren 10 mujeres todos los días por el hecho de ser mujeres, y donde 7 de cada 10 han experimentado algún tipo de violencia en su vida y más de 108 mil han sufrido de violaciones en los últimos 6 años; en el que la inseguridad se ha vuelto la primera causa de migración hacia Estados Unidos; en el que accidentes como la caída de un templete, del Metro, de una escuela, o el incendio de una guardería son casos fortuitos en donde no cabe la negligencia ni la omisión de quienes están al mando, porque son palabras que en nuestro vocabulario de gobernados en un país como México tienen poco valor.
Más allá de quien gane las próximas elecciones, el primer paso será reconocer la descomposición en la que vivimos. Nos acostumbramos a modificar nuestras dinámicas sociales, a no salir de noche, a no salir solas, a no dejar a nuestros hijos solos cuando podemos. A vivir en una falsa normalidad que no es normal.
El fin de semana pasado fue el más violento del año, con 280 personas asesinadas en el país. Los Servicios Médicos Forenses están saturados, lo que significa que las personas tienen que sacar número y formarse en los pasillos junto con los cuerpos de sus familiares, esperando que les practiquen la autopsia. Y, por si fuera poco, solamente se denuncian 10.9% de los delitos que tienen lugar, de los cuales además el 95% quedan impunes.
No estamos dispuestos a reconocer que vivimos en un estado fallido porque no nos gusta que nadie nos venga a dictar qué hacer desde afuera, y con justa razón. Pero tampoco exigimos a nuestros gobernantes que rindan cuentas por sus actos ni por sus omisiones.
La constante es que los políticos digan que la culpa es del otro y nadie se responsabilice, pero lo único claro es que los mexicanos mueren violentamente. Entendimos mal la resiliencia, estamos tan acostumbrados, que no se vislumbra el fin del ciclo de la violencia, nos resignamos a ser mexicanos, y nos cuesta imaginar un futuro mejor. Vivimos simplemente esperando a que la desgracia que acecha desde la indolencia de las autoridades no nos toque a nosotros, aunque cada vez esté más cerca.
Inclemente, Octavio Paz sentenció en El laberinto de la soledad que “la indiferencia de un mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”. Como un Atlas latinoamericano, nos hemos sometido a cargar sobre nuestras espaldas la irracionalidad en toda su magnitud.
Esperemos que la clase política tome consciencia y responsabilidad antes de que la violencia nos consuma y la falta de confianza en ellos, tal y como sucedió recientemente en Argentina, empuje a la ciudadanía a optar por cualquier alternativa diferente, por más extrema y perniciosa que sea.