Recuerdo los años 90 en México como una época terrible, de promesas incumplidas y dolor. Con la llegada de los gobiernos neoliberales, llegó la idea de que el libre mercado y la apertura económica serían la llave para alcanzar el desarrollo; sin embargo, lo que vino después fue una penosa involución donde muy pocos se enriquecieron sin medida a costa del bienestar de millones.
Todo comenzó con el giro económico en las décadas de los 80 y 90, por los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. El Estado mexicano, antes rector de industrias clave, bajo el argumento de la “modernización” privatizó a marchas forzadas casi la totalidad de las empresas públicas —teléfonos, bancos, mineras—.
Salinas y luego Ernesto Zedillo, figuras emblemáticas de este modelo neoliberal, impulsaron tratados como el TLCAN, priorizando el capital extranjero sobre los productores locales lo que resultó en que el campo mexicano se desmoronara, multitudes de fábricas cerraran a lo largo y ancho del país y el desempleo se disparara a niveles históricos. Pero el golpe más duro llegaría con el Fobaproa, acrónimo de Fondo Bancario de Protección al Ahorro, un mecanismo diseñado supuestamente para “rescatar a los ahorradores”.
En medio de la crisis financiera de 1994, gestada por Salinas y pésimamente manejada por el gobierno entrante de Zedillo, antes de buscar alternativas a la magnitud de la crisis que les caería a todas y todos los mexicanos, este último ordenó que el Fobaproa absorbiera las deudas millonarias de la banca privada —casi 65 mil millones de dólares de entonces— para convertirlas en deuda pública. Así, los préstamos impagables irresponsablemente creados por empresarios y banqueros amigos del poder, de un plumazo pasaron a ser responsabilidad de todas y todos los mexicanos.
Los detalles escandalizan aún hoy. Bancos como Bancrea o Union —propiedad de Roberto Hernández y Alfredo Harp, cercanos al círculo presidencial— recibieron rescates sin auditorías transparentes; mientras familias perdían sus casas por embargos, los dueños de estas instituciones no solo evitaron la quiebra, sino que acumularon escandalosas fortunas. Zedillo, lejos de asumir responsabilidad, defendió el esquema como “un mal necesario”.
Fue una estafa histórica. En 1998, el Congreso de mayoría prianista, avaló convertir el Fobaproa en deuda pública a 15 años, hipotecando el futuro del país. Hoy, casi tres décadas después, hemos pagado aproximadamente 1 billón 300 mil millones de pesos y se calcula que aún se deben ¡901 mil 700 millones de pesos más de ese préstamo forzoso con sus intereses!
El dinero estafado se esfumó en cuentas offshore y en la consolidación de oligarcas intocables, mientras generaciones enteras crecimos en un México cada día más desigual. El desfalco no fue solo un fraude técnico; fue la consagración de un injusto y vulgar sistema que protege a las élites mientras castiga a los demás.
Mientras escribo esto, la imagen de aquella deuda ilegítima y que los responsables nunca rindieron cuentas, es un constante recordatorio de que la impunidad, tiene que ser desterrada de nuestro país, pues los costos terminamos por pagarlos todos.
¡La lucha sigue!
Consejera jurídica de la Presidencial