Nadie lo había hecho en más de 100 años, pero hoy, por primera vez desde 1921, estamos perdiendo cobertura educativa en lugar de ganarla. No es exageración, es una realidad comprobable que debería alarmarnos como país. Porque si no somos capaces de mantener a nuestros niños y jóvenes dentro del sistema educativo, ¿qué futuro estamos asegurando?
La matrícula escolar ha caído en todos los niveles de la educación básica: desde el preescolar hasta la media superior. Y no, no es porque haya menos niños. Esa explicación suena lógica pero no aplica: en porcentaje, estamos dejando fuera de las aulas a una proporción cada vez mayor de estudiantes. Y lo peor: lo estamos normalizando.
De esto me platicó Aurelio Nuño y pueden ver la entrevista completa en mi podcast En Blanco y Negro youtube.com/watch?v=iurVQKPaC1A
Antes nos enorgullecíamos de tener más niñas y niños en la escuela; hoy parecemos resignados a verlos en casa, en la calle, en el trabajo informal o simplemente desconectados del aprendizaje.
A este retroceso se suma otro dato brutal que comenta Aurelio: la inversión federal en educación cayó de 3.5 % del PIB en 2018 a apenas 3.0 % hoy. Son más de 200 mil millones de pesos menos al año que el país deja de invertir en su herramienta más poderosa de desarrollo. En vez de construir un sistema educativo más fuerte, más moderno, más inclusivo, lo estamos adelgazando a propósito. No por una crisis económica, no por falta de recursos, sino por decisión política.
Y la lógica se repite en cada rincón del sistema. Tomemos el caso de los maestros. Durante años se construyó un modelo de desarrollo profesional basado en el mérito: concursos públicos, evaluaciones, promoción por desempeño. Se rompió el viejo sistema clientelar que obligaba a los docentes a marchar, afiliarse o complacer a líderes sindicales para aspirar a un mejor salario o a una escuela más cercana. Por primera vez, muchas mujeres maestras accedieron a puestos directivos que antes estaban reservados para los “cuates” del sindicato y del género masculino.
Pero esa conquista fue demolida. Hoy, el control político volvió con todo de acuerdo con Aurelio. Los sindicatos han recuperado el poder de decidir quién sube, quién cobra más, quién cambia de escuela. Otra vez, ser maestro implica rendirle cuentas al líder sindical, no al aula, no a los alumnos ni a los padres de familia. Otra vez, las decisiones no se toman por lo que haces en clase, sino por lo que haces en las marchas. Y otra vez, los niños pagan la factura.
Lo mismo ocurrió con uno de los programas más exitosos de los últimos años: las escuelas de tiempo completo. Más horas de clase, alimentación nutritiva para los estudiantes, oportunidades laborales para sus madres. Un modelo probado que mejoraba aprendizajes, reducía desigualdades y fortalecía a las familias. Pero el gobierno actual lo eliminó. ¿Por qué? Porque lo había creado otro gobierno y egoístamente quieren que la gente piense que ellos crearon todos los programas sociales. Porque no generaba clientelas políticas, aunque generara ciudadanía.
En su lugar, se apostó por las becas. Que no están mal, en sí mismas. Pero hay que preguntarse: ¿para quién van esas becas? El programa Prospera, por ejemplo, condicionaba el apoyo a que los niños asistieran a la escuela y al médico. Y funcionaba. Ayudaba a reducir el trabajo infantil y mantenía la matrícula en zonas marginadas. Hoy, las nuevas becas ya no están condicionadas. Y peor aún: muchas veces no llegan a quienes más las necesitan, sino donde son electoralmente más útiles. Se reparten mal, se enfocan mal, y en lugar de emparejar el piso, aumentan la brecha.
Es más: dice Aurelio que si regresáramos ese medio punto del PIB que se recortó a la educación (unos 200 mil millones de pesos), alcanzarían las becas para todos los que las necesitan y nos sobraría para reabrir las escuelas de tiempo completo, capacitar a los maestros, y mejorar las condiciones básicas de miles de escuelas. Pero deciden no hacerlo. Porque parece que el objetivo no es educar para liberar, sino para controlar.
Y mientras México recorta su apuesta educativa, el mundo se acelera. La inteligencia artificial, la automatización, y el cambio tecnológico están redefiniendo las habilidades necesarias para sobrevivir en la economía del futuro. Países enteros se preparan para una nueva era del conocimiento. ¿Y nosotros? Vamos para atrás. En vez de formar ciudadanos con pensamiento crítico, enseñamos menos. En vez de reforzar matemáticas y comprensión lectora, las reducimos o las disfrazamos de ideología.
Y ni hablar de la infraestructura. De 2018 a 2025, el presupuesto federal y estatal para mantenimiento y construcción escolar cayó un 80 % en términos reales. Eso significa techos que gotean, baños que no sirven, aulas sin ventilación ni conectividad. Y aun así, queremos que los niños aprendan, que no falten, que se motiven. ¿Quién puede sentirse valorado en un salón que parece abandonado?
Las universidades públicas también sufren. De acuerdo con Aurelio, desde 2018, han perdido casi el 30 % de su presupuesto real. La inversión en ciencia y tecnología, que aspiraba a ser al menos del 1 % del PIB, hoy apenas supera el 0.3 %. Es decir, le estamos quitando el oxígeno a la investigación, a la innovación, al desarrollo. ¿Cómo vamos a competir en un mundo que se mueve a velocidad de algoritmo si seguimos pensando con fórmulas del siglo pasado?
Y cuando uno ve todo junto —la caída de matrícula, la reducción de presupuesto, el regreso del control sindical, la desaparición de programas efectivos, la mala distribución de becas, el abandono de universidades, el desprecio por la ciencia—, la conclusión se vuelve inevitable: este gobierno no quiere ciudadanos libres, autónomos, y críticos. Quiere siervos a su servicio. Quiere personas que dependan, que obedezcan, que no pregunten; la educación que nos están dando no es para liberar, es para dominar.
Y eso nos tiene que doler. Nos tiene que indignar. Nos tiene que mover. Si dejamos que esto siga así, no solo estamos hipotecando el futuro de nuestros hijos. Estamos perdiendo lo que nos hace verdaderamente humanos: la capacidad de pensar, de elegir, de ser libres. Por eso, hablemos de educación. Pidamos cuentas. Participemos. Porque solo cuando la educación importa, la libertad se vuelve posible.

