Hay decisiones que parecen hechas para arreglar un problema y terminan empeorándolo. El agua en México es un tema crítico y urgente. Pero la nueva ley que busca regular su uso se queda corta en soluciones y larga en incertidumbre. Y eso, cuando hablamos de agua, puede costarnos muy caro.

Esto lo platiqué a fondo con José Luis Luege en un episodio reciente de En Blanco y Negro que pueden ver en . Conoce el sistema hídrico nacional como pocos y su lectura de la nueva legislación es alarmante: en lugar de corregir los vicios, la reforma crea nuevos problemas. En resumen, es una ley mal hecha, con riesgos jurídicos, técnicos y hasta de corrupción.

Un cambio clave —y muy preocupante— es que ahora está prohibido transmitir derechos de agua junto con una propiedad. Antes, si alguien vendía su terreno, el nuevo dueño conservaba el volumen de agua concesionado. Ahora no. Ese derecho se cancela y debe ser reasignado por CONAGUA. ¿El problema? No hay garantía de que te la reasignen. Esta sola ambigüedad ya es suficiente para frenar inversiones productivas en el campo o la industria. Muchos campesinos verán reducirse casi a cero el valor de su tierra, patrimonio de su familia, sin agua garantizada, todo ese esfuerzo se esfuma, expropiado por el gobierno.

Para “resolver” esa desconexión entre propiedad y agua, se propuso crear un “fondo de reserva de aguas nacionales”. Ahí se irían los derechos extinguidos o no utilizados. Suena lógico, pero en realidad es una ilusión: ese fondo hoy no tiene agua. Las tres fuentes que lo alimentarían —extinción de dominio, nulidad por mal uso y cesión voluntaria— no han aportado volúmenes significativos. Es un fondo vacío.

Peor aún: muchas cesiones que ahora se contabilizan en ese fondo fueron temporales, otorgadas por la industria durante emergencias como la sequía en Monterrey. CONAGUA no tiene dominio permanente sobre ese volumen. Es un engaño legal, y si se usa como base para reasignaciones futuras, estamos construyendo sobre aire.

Además, este rediseño elimina el capítulo de transmisión de derechos que llevaba décadas funcionando y lo reemplaza con un sistema centralizado, opaco y burocrático. Antes, las decisiones eran más regionales. Ahora se tomarán desde una oficina en la Ciudad de México, sin conocer el terreno ni a los actores locales.

A esto se suma una contradicción peligrosa: la ley dice que las reasignaciones no dependerán de la disponibilidad del acuífero. ¿Cómo es posible? Si se extrae más agua de la que se recarga, el acuífero se agota. Hoy en día, en lugares como Aguascalientes ya se perfora a más de 600 metros, y el agua sale con tantos minerales que potabilizarla es carísimo o imposible, como ocurre en Iztapalapa.

Estamos ante un problema real: México extrae mucho más agua de la que sus acuíferos recuperan cada año. Pero en lugar de atacar esa sobreexplotación con tecnificación e inversión, la nueva ley crea incertidumbre legal y centraliza decisiones. Todo en nombre del derecho humano al agua, que está en la Constitución desde 2012, pero que nunca se ha garantizado con infraestructura.

Ese es el punto clave: el derecho humano al agua no se logra con discursos. Se logra con pozos bien hechos, redes eficientes, plantas potabilizadoras y organismos operadores que funcionen. Sin eso, cualquier ley es letra muerta; y de eso no han hecho nada.

La situación es aún más preocupante si consideramos la caída en la autosuficiencia alimentaria. En 2018, México producía el 80% de los granos que consumía. Hoy, apenas alcanza el 48%. Y si al campo, que consume el 75% del agua nacional, le quitamos certeza jurídica, inversión y acceso real al recurso, difícilmente vamos a revertir esa tendencia.

La realidad es clara: el problema del agua en México no está en los discursos, sino en los números. Solo el 25% de las hectáreas agrícolas están tecnificadas. Un simple entubamiento de canales secundarios en los distritos de riego podría ahorrar hasta 30% del agua. Pero eso cuesta. Y no se está invirtiendo.

Mientras tanto, se mantiene el mito de que las industrias “se roban el agua”. Pero estas solo usan el 5% del total nacional. En realidad, son el campo y los municipios donde está el mayor desperdicio. Y en vez de ayudarlos a mejorar, esta ley los llena de trabas.

¿La solución? Sí se puede. Hay ejemplos exitosos: León, Chihuahua y Monterrey han demostrado que con consejos ciudadanos, técnicos de carrera y visión de largo plazo, se puede operar con eficiencia. En vez de centralizar, deberíamos imitar a Europa: dejar que cada cuenca hidrológica se administre desde lo local, con recursos y decisiones propios.

México tiene 37 regiones hidrológicas distintas, administradas por 13 organismos de cuenca. Quitarles poder, como hace esta ley, sólo nos aleja de la solución. Centralizar el fondo y su operación en Ciudad de México no sólo es ineficaz, también es peligroso: abre la puerta a corrupción, discrecionalidad y favoritismos.

No se trata de estar en contra de una reforma. Se trata de hacerla bien. Con visión, técnica, y sobre todo, con claridad. Porque cuando el agua escasea, no hay espacio para errores.

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