La escena empieza mucho antes de que el público llegue a la sala: cuando Carlos Miguel Prieto—mexicano, director de la Orquesta Sinfónica de Minería, de la North Carolina Symphony y ganador del Grammy—se levanta de la silla, horas antes del alba para estudiar otra vez la partitura. Él lo resume mejor que nadie: la disciplina vence al talento nueve de cada diez veces.

Esa obsesión cotidiana es lo que lo ha llevado del patio de su casa en la Ciudad de México a los podios de Londres, Chicago o Bucarest, como me contó esta semana en la plática para mi podcast que pueden ver en

Lo curioso es que el maestro no nació “predestinado” a la batuta. A los veintisiete años aún firmaba hojas de cálculo como ingeniero electrónico formado en Princeton y recién egresado de un MBA. Entonces se dio cuenta de que la música podía ser más que el violín familiar que tocaba desde niño, y empezó un viraje que incluía seis veranos en Maine, cargando setenta partituras nuevas cada año, hasta juntar un millar de obras estudiadas a fuego lento. La vocación puede llegar tarde; lo que no puede llegar tarde es la constancia y la disciplina.

Con ese mismo método dirige hoy orquestas que hablan idiomas que ni conoce como el rumano, dirige sin abrir la boca. Practica un liderazgo que invita, no obliga, se adapta a la forma de ser de los músicos que dirige. En Italia rompe el hielo con chistes y con humor se gana a los músicos; en Suecia están esperando que sea directo y profesional, se los gana con trabajo eficiente. Al final de la función el aplauso suena igual en cualquier lengua. La regla es sencilla: si quieres que cien profesionales te sigan, invítalos con respeto, no los empujes con soberbia.

Montar un concierto es mucho más complejo de lo que se cree. Antes de la primera nota alguien debe decidir cuántos violines se necesitan, qué percusiones exóticas viajan en la maleta y cuántos coristas caben detrás del último atril. Hay que checar que las oboístas traigan cañas nuevas —la altitud, la temperatura, la humedad, cada ciudad exige cañas diferentes a los oboístas— y que la mezzosoprano encuentre su entrada exacta aunque la orquesta ruede como locomotora. Esa logística es un rompecabezas que se arma cada semana y se desbarata al terminar la última reverencia.

Luego vienen los mitos que espantan al público. Primero: “es carísimo”. Falso. Un boleto en segundo piso para la temporada de verano de Minería cuesta lo mismo que dos cafés de las famosas cafeterías.Un boleto para Bad Bunny o Los Tigres del Norte cuesta más que la temporada completa de la Orquesta Sinfónica de Minería.

Segundo mito: “hay que saber música”. Nadie entiende cómo funciona un microchip y aun así disfruta su celular. Tercero: “es cosa de élites”. Prieto lo demuestra con un dato contundente: en Houston dirigió el Huapango de Moncayo y medio auditorio soltó lágrimas de pura emoción; en Jalapa ofreció boletos de cortesía a la salida del súper para que se atrevieran a escuchar música académica y varios curiosos acabaron abonados permanentes porque les encantó. La experiencia no distingue apellidos.

¿Por qué tanta intensidad? Porque la sinfónica es, en palabras del director, “una mina que te ayuda a superar los momentos duros y a saborear los buenos”. Hay papás que llegan con niños y descubren, asombrados, que la llamada música “clásica” les eriza la piel igual que un buen bolero; hay jóvenes que entran por primera vez y salen con la sensación de haber viajado sin moverse de la butaca.

Así nos invitó a la cita más importante del año: el Concierto por la Niñez del 4 de septiembre en la Sala Nezahualcóyotl. Prieto y la Orquesta de Minería tocarán Huapango, el Danzón n.º 2 de Márquez y otras joyas para que la recaudación vaya íntegra a proyectos de Save the Children México: becas, computadoras y espacios seguros para que niñas y niños tengan futuro. Quien compra su entrada no solo aplaude; pone un ladrillo en la educación del país.

La constancia es el verdadero talento. El maestro madruga para repasar una partitura que ha leído cien veces; sabe que la excelencia no se hereda, se repite. Esa rutina silenciosa es la que se escucha después en un fortissimo perfecto o en un silencio que corta la respiración. Quien busca atajos nunca llega tan lejos como quien practica todos los días.

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