Hubo un tiempo en que una generación completa creyó que la salvación de México vendría por la vía de los números. Hombres y mujeres formados en universidades estadounidenses, imbuidos de la moral del dato y la fe en el equilibrio de poderes, apostaron su carrera, su vocación, su país, a la utopía de una democracia liberal. Creían, de buena fe, que si el Estado adelgazaba, la justicia se afinaba y los mercados se abrían como flores al sol, entonces el progreso llegaría, ordenado y puntual, como un tren suizo.
Eran los años del fin de la historia, cuando la globalización no se discutía, se obedecía. Eran tecnócratas, pero también creyentes: veían en el TLC el génesis de una nación moderna, en la autonomía institucional la vacuna contra el autoritarismo, y en el crecimiento económico, un dios benévolo que, como decía Kennedy, levantaría todos los barcos si el agua subía. El modelo a seguir era claro: menos Estado, más mercado; menos ideología, más Excel.
En ese mundo, Ernesto Zedillo fue profeta y arquitecto. No el más carismático, pero sí el más ortodoxo. Su presidencia fue la consumación de ese proyecto: elecciones limpias, autonomía del Banco de México, tratados de libre comercio, sociedad civil robusta. Para muchos, fue el parteaguas. Para otros, el principio del desencanto.
Porque si bien esa generación nos dio instituciones y contrapesos muy valiosos, también nos legó desigualdades estructurales, una economía dependiente y una democracia que parecía funcionar más para las élites que para el pueblo. Mientras en Asia los estados apostaban por industrias propias, subsidiaban tecnologías y construían con paciencia imperios industriales, México seguía al pie de la letra la receta neoliberal: producir autopartes, importar automóviles. Un país maquilador en un mundo que en realidad premiaba la innovación.
Los liberales mexicanos creyeron que la técnica sustituiría a la política. Que las cifras bastaban para convencer. Pero la realidad, siempre más compleja, más cruel, más humana, terminó por desgarrar su narrativa. El ciclo se agotó. La promesa no se cumplió. Y del desencanto nació otra era, más turbulenta, más ruidosa, más populista.
Hoy, Zedillo ha vuelto. Desde el púlpito del artículo de opinión, lanza su queja: lamenta la erosión de las instituciones que ayudó a construir, denuncia el rumbo de un país que ya no le pertenece. Es un lamento impregnado de nostalgia. Porque el mundo que Zedillo extraña ya no existe, y quizás nunca existió como él lo recuerda. La globalización que defendía se convirtió en trinchera de desigualdades. Su modelo judicial, que hoy reivindica, fue durante años rehén de intereses que lo desnaturalizaron. El orden que añora, para millones, fue sinónimo de exclusión.
Y sin embargo, no todo debe desecharse de su legado. La democracia liberal no fue una farsa: fue una etapa. Nos dio libertades reales, debates públicos, alternancias de poder inclusive tratados económicos que hoy la izquierda defiende. Nos dio la posibilidad de criticar, de organizarnos, de elegir. Pero también falló donde más importaba: en construir un país más justo, más equitativo, más autónomo. Su grandeza fue su límite: creyó que bastaba con abrir el mercado para cerrar la brecha social.
Frente a esa herencia, Claudia Sheinbaum ha trazado un camino distinto. Su arranque de sexenio ha sido, contra muchos pronósticos, sobrio, técnico, dialogante. No es la caricatura autoritaria que algunos quieren pintar. Su estilo, más científico que visceral, se asemeja en muchos sentidos al modelo racionalista que tanto extrañan los zedillistas. Su diferencia es de énfasis, no de esencia: prioriza lo social, pero no desdeña lo técnico. Escucha la crítica, incluso la incorpora. Ha dado señales claras de gobernabilidad y responsabilidad institucional.
Por eso sorprendió su reacción frente al artículo de Zedillo. No por defender su proyecto –lo cual es legítimo–, sino por amplificar un discurso que, en los hechos, tenía poco eco. Al responder como lo hizo, Sheinbaum pareció ver en Zedillo una amenaza mayor de la que representa. Y, más grave aún, desestimó las advertencias del expresidente por las razones equivocadas. Porque en medio de las añoranzas del pasado, Zedillo dejó caer una crítica que debería ser tomada en serio: el nuevo modelo judicial, impulsado desde el poder, puede volverse contra el mismo poder que lo engendró.
El nuevo modelo amenaza con fragmentar el equilibrio que Sheinbaum necesita para gobernar. Los cacicazgos locales, los adversarios internos, los intereses enquistados en Morena verán en el poder judicial electo un nuevo campo de batalla. Y en un contexto internacional incierto, con Estados Unidos en una deriva errática, la incertidumbre institucional puede volverse un lastre económico insalvable. La presidenta ha iniciado su sexenio de una manera muy positiva. Tenemos, por fin, una estadista, inteligente y con visión clara de país, pero en este caso haría bien en escuchar al expresidente Zedillo.
Zedillo no tiene la razón absoluta, pero tampoco está del todo equivocado. Su mundo terminó, sí. Pero no por ello sus advertencias deben ser ignoradas. La historia no se repite, pero rima. Y a veces, el pasado tiene la cortesía de avisarnos lo que viene. Es probable que Sheinbaum esté atada de manos, pero el nuevo modelo de sistema judicial será su peor enemigo: Dará poder a sus adversarios internos (que lo usarán en su contra), genera mucha incertidumbre económica en un momento ya de por sí muy difícil, y permitirá someter lo judicial a los cotos de corrupción política que tienen los poderes locales en todo el territorio nacional.
Analista político