Hay un pequeño grupo que vive instalado en el enojo permanente contra la Presidenta de México. Su territorio natural son las redes sociales, donde cada gesto, cada decisión, cada palabra se convierte en motivo de indignación. Para ellos, Sheinbaum es la encarnación de todo lo malo: el declive del país, el fin de la democracia, etc…

No hablo de la crítica seria, la que señala errores, exige cuentas y celebra avances cuando los hay. Esa crítica es indispensable para cualquier democracia. Hablo de los que han levantado un muro ideológico y, detrás de él, ven todo con los mismos ojos: Morena, López Obrador, Sheinbaum o Noroña son lo mismo. El matiz desaparece porque el odio se ha vuelto un filtro total.

Los matices importan. El viejo PRI tuvo sus vicios y excesos, pero nadie podría equiparar a Beatriz Paredes con Carlos Salinas o a Cuauhtémoc Cárdenas con Díaz Ordaz. Del mismo modo, en el PAN sería absurdo comparar a Castillo Peraza con las dirigencias actuales. La política mexicana, con todos sus defectos, siempre ha tenido diferencias internas que impiden el reduccionismo absoluto.

Algunos de los enojados más sofisticados justifican su condena total con un argumento central: la reforma judicial. Afirman que, si eso está mal, nada puede estar bien. Olvidan que la guerra contra el narco de Calderón o el saqueo del erario con Peña Nieto tampoco les llevaron a desechar todo lo demás. La reforma judicial fue un error serio, nacido del hígado de López Obrador y heredado a este gobierno, pero no es el prisma que define por completo a la administración.

“Nunca hemos estado peor”, dicen. Pero la realidad no confirma esa sentencia: la economía no atraviesa una crisis, la pobreza ha disminuido en términos estadísticos y la violencia —aunque sigue siendo el gran drama nacional— comienza a mostrar un enfoque distinto al de sexenios pasados. Sheinbaum no es AMLO: no polariza en su discurso, no grita, no hace del pleito un método de gobierno. Ha optado por un tono institucional, por un estilo más sobrio, incluso por rodearse de perfiles más moderados que los que dominaron el obradorismo.

Entonces, ¿de dónde viene tanto enojo? Quizás del desplazamiento de ciertas élites que ya no son interlocutores privilegiados del poder. Quizás de la sensación de que su visión de país se ha desmoronado y que el relato nacional ya no les habla. Los viejos cafés de Polanco, las sobremesas donde se imaginaba un México a imagen y semejanza de unos cuantos, hoy son recuerdo. Lo que ha cambiado no es su posición económica —que sigue siendo cómoda—.

Quizás el México que sienten perdido no sea el país real, sino el relato que sostenía su mundo. Un México que reflejaba sus aspiraciones de vida y de clase, donde el espejo nacional les devolvía siempre su propia imagen. Hoy se sienten fuera del relato y les irrita que la nueva narrativa del poder no pase por ellos, sino por sectores sociales que consideran ajenos, incluso indeseables. El país que anhelaban era aspiracional pero excluyente, construido por y para las élites.

La realidad, sin embargo, no ha cambiado de manera drástica para ellos. La pobreza ha disminuido, el discurso público es más inclusivo, pero las desigualdades persisten y la correlación entre clase social y color de piel sigue siendo una herida abierta. Cuesta trabajo creer que la vida cotidiana de la mayoría de los enojados haya empeorado con la nueva administración. Entonces, ¿de dónde viene tanto enojo?

Tal vez del huracán discursivo que fue López Obrador. Su estridencia, a veces necesaria para sus fines políticos, otras tantas vengativa y excesiva, abrió heridas que todavía supuran. En el caso de ciertos periodistas, incluso puso en riesgo su seguridad y la de sus familias: ahí el enojo se entiende, aunque no corresponda ya al estilo de esta nueva administración. Pero quizá también hay otros enojos menos justificables: el rechazo total a compartir aunque sea una mínima porción del privilegio con la otredad.

Como sociedad convendría detenernos a pensar en esta doble cara: los excesos de los morenistas, que marcaron -y marcan desde algunas trincheras- la conversación con una polarización innecesaria, y el enojo desmedido de una minoría que ha confundido crítica con resentimiento. Tal vez lo que haga falta sea soltar un poco la presión, reconocer matices, volver a mirar la realidad sin el filtro del odio.

Puedes estar o no de acuerdo con Claudia Sheinbaum. Puedes señalar errores, cuestionar decisiones, exigir mayor claridad. Lo que parece desproporcionado es el enojo absoluto de ese grupo reducido que ha decidido odiar por sistema. Porque este no es un gobierno radical ni estridente; con todos sus claroscuros, es un gobierno que ha optado por la civilidad.

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