Trump volvió a la Casa Blanca con estruendo. Más audaz, sin miedos ni restricciones. Como un político que encontró en el caos su arco narrativo perfecto. Desde entonces, ha hecho exactamente lo que se esperaba de él: lo inesperado. Ha insultado, amenazado, improvisado políticas, deshecho acuerdos, reabierto conflictos que ya parecían dormidos. Ha convertido la política exterior en un set de televisión y la diplomacia en una función de lucha libre. Frente a eso, la pregunta para México, como para muchos otros países, es la misma: ¿cómo lidiar con Trump?

La respuesta más honesta es también la más inútil: no se puede. O mejor dicho, no se le lidia. Porque “lidiar” implica juego, intercambio, respuesta. Implica que uno actúa y el otro reacciona. Implica, en el fondo, que hay una lógica. Con Trump, no hay tal cosa. No hay una estrategia que funcione, ni una fórmula que garantice resultados. No hay botón que apretar, ni manual que consultar. Solo hay Trump. Y eso basta para romper cualquier modelo.

La historia reciente está llena de ejemplos. Justin Trudeau intentó la vía de la seducción: elogios, buena voluntad, lenguaje suave. Resultado: aranceles. Gustavo Petro eligió la confrontación abierta: crítica, distancia, ideología. Resultado: aranceles. Sheinbaum, hasta ahora, ha apostado por la prudencia. ¿El resultado? Las mismas amenazas de siempre: revisión del T-MEC, imposiciones unilaterales, retórica hostil. No hay una manera correcta o incorrecta de lidiar con Trump, las acciones de Trump están inconexas con el trato que le dan sus homólogos.

Porque Trump no responde a lo que hace el otro, sino en los mejores casos a su propio pulso del electorado americano y en los peores, a su estado de ánimo. Sus decisiones no siguen patrones de política, sino pulsos de percepción. Son el producto de una lógica emocional que no busca resultados, sino momentos. No consecuencias, sino impacto. No gobernabilidad, sino narrativa.

Trump no gobierna como líder, sino como guionista. Cada decisión está pensada como escena. Cada discurso, como clímax. Cada cumbre, como performance. Lo que busca no es resolver, sino dominar el encuadre. No importa si un arancel daña la economía, si una amenaza desestabiliza una región, si un tuit incendia una alianza. Lo que importa es que la cámara esté encendida.

En una reunión con Volodymyr Zelensky durante su primer mandato, Trump usó la metáfora de tener todas las cartas en su juego con Zelensky. Aunque, como todo en Trump, era una trampa: él no juega cartas con nadie, juega solitario.

Los analistas insisten en evaluar las reacciones de los gobiernos frente a Trump como si se tratara de una partida racional. Como si hubiera estrategias mejores o peores. Como si el problema fuera de táctica. Pero ese es el error de fondo: asumir que Trump opera con una lógica de negociación. Que sus decisiones responden a incentivos externos. Que hay algo que se pueda hacer para modificar su conducta. No lo hay.

Esto no significa que no haya un sentido de lo que plantea. La noción de que el mundo ha vivido ya mucho tiempo de Estados Unidos tiene dejos de verdad que él mismo se ha encargado de comprobar. Lo que ha hecho Trump es enseñarle al mundo que la premisa del mundo multi-nodal no existe, que Estados Unidos lo es todo, el único. Bombardeó Irán, se fue anticipadamente del G7, puso aranceles a sus aliados. Lo ha podido hacer porque de alguna forma es cierto, pero que sea cierto no significa que sea inteligente. Los EUA se beneficiaron de esa narrativa de multilateralismo y la globalidad. Avanzaron sus intereses construyendo la idea de un mundo más horizontal y democrático. Trump está empeñado en mostrar que esa narrativa de EUA era una mentira, y aunque puede tener razón, no significa que a la larga, romper la simulación le sea más beneficioso a EUA que mantenerla.

Trump es el síntoma de una política emocional, intuitiva, desinstitucionalizada. Su brújula no apunta al norte de los intereses nacionales, sino al de sus propios humores y necesidades mediáticas. Decide con el estómago, reacciona con el ego, actúa para la audiencia. Y eso hace que cualquier esfuerzo por razonar con él sea como hablarle al viento: inútil, frustrante y, a veces, peligroso.

Frente a esa realidad, lo único sensato es no intentar ganar. Ni convencer. Ni corregir. Solo resistir. Lidiar con Trump es un oxímoron. Trump no está realmente ahí para dialogar. Está para imponerse. Para contar su historia. Para proyectar su imagen. El resto somos extras. Y aun así, hay que actuar. Aunque sepamos que no cambiará nada. Aunque entendamos que no hay lógica. Porque el verdadero reto frente a Trump no es ganar la batalla, sino no perder la compostura. No caer en su juego. No dejar que el ruido se vuelva sistema.

Analista político

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