Solemos pensar las fracturas regionales con mapas: fronteras, disputas históricas, viejos agravios nacionales. Pero en nuestra región la línea divisoria no es geográfica ni religiosa, no se dibuja entre estados ni se resume en tratados. La verdadera frontera es social, cultural y, sobre todo, mental.
América Latina se parte entre dos formas de concebir la vida, el país y el mundo. Dos proyectos que conviven sin reconocerse. Por un lado, una élite aspiracional, satisfecha y hereditaria; por el otro, una clase media intelectual y progresista. No es exactamente izquierda contra derecha, aunque así se disfrace en el debate público. Es, más profundamente, un conflicto entre quienes buscan reproducir un orden y quienes aspiran a transformarlo.
La élite regional comparte un mismo ecosistema, independientemente de si vive en México, Chile, Colombia o Argentina. Es un archipiélago sociocultural unido por aeropuertos y apellidos. Sus coordenadas son claras: colegios privados, muchas veces religiosos; universidades extranjeras; inglés sin acento y español a veces accesorio; clubes de golf; una noción de mérito que se confunde con herencia y disciplina familiar. Su geografía imaginaria se ubica más en Miami que en cualquier plaza latinoamericana, más en Houston que en su propio territorio.
Este grupo no milita por el libre mercado por convicción filosófica, sino por experiencia vital: el mundo les ha sido favorable y desean conservarlo así. Su patriotismo es selectivo; celebra a la nación en la medida en que la nación proteja las condiciones que les permiten seguir siendo ellos mismos. El progreso, para ellos, implica acercarse al modelo estadounidense —orden, propiedad privada— pero tienen más duda sobre la movilidad social porque significa un riesgo para su hegemonía. El mundo indigena les estorba a su noción de progreso, y en su noción de mundo la pobreza es culpa de los pobres, por “no echarle ganas”. Han viajado por Estados Unidos y Europa aunque desconocen profundamente América Latina.
Viajan bajo la bandera de que su educación de élite es su diferenciador que los distingue de “los demás”, pero suelen ser profundamente incultos, clasistas y en muchas ocasiones banales. La educación a la que refieren fue construida para reproducir la élite, no para ilustrarla. La región les parece promesa cuando se parece a Miami, y advertencia cuando se parece a sí misma.
Frente a ellos se encuentra el otro lado, formado en universidades públicas, en la asamblea y el movimiento político o literario. Es una clase media privilegiada que aunque no es opulenta es sumamente cómoda. Su visión del mundo se construye desde lo social: cree en un Estado que interviene, que corrige, que acompaña; y en el discurso busca igualdad social.
Este sector también tiene sus romanticismos. A lo largo del siglo XX, idealizó proyectos revolucionarios y épicas emancipadoras; confundió, a veces, justicia con uniformidad y resistencia con parálisis. Durante muchos años ha idealizado las dictaduras de supuesta izquierda, negandose a ver lo evidente, los abusos, los excesos y el caracter criminal de las dictaduras cubanas, venezolanas y nicaraguenses. Afortunadamente, una parte importante de este grupo ha evolucionado hacia una social democracia más ilustrada, basada en bienestar social, acceso a servicios públicos funcionales, movilidad real, cultura crítica. Aunque no deja de haber quién aún cree ver un camarada en los tristes dictadores latinoamericanos y cree que la asamblea es la mejor forma de hacer política pública. Su relación con la idea de patria es emocional y colectiva; su identidad es latinoamericana, más como una idea idealista que como una realidad plausible.
Entre ambos mundos hay un puente ausente. La élite domina la economía, los negocios familiares, la transmisión patrimonial del poder; la clase media intelectualizada domina la cultura, el pensamiento, el debate moral. Una administra, la otra imagina. Una construye muros para protegerse, la otra construye discursos para intentar derribarlos. Y América Latina oscila —no dialoga, oscila— entre un modelo que promete prosperidad sin equidad y otro que promete justicia sin eficiencia. Ninguno se ha impuesto de manera definitiva; ninguno ha logrado articular un horizonte común.
La tragedia latinoamericana es doble: una élite que no comprende que su estabilidad depende del bienestar general, y una clase media que no termina de articular un proyecto institucional que convierta sus ideales en políticas sostenibles. De esa tensión surgen nuestros ciclos: apertura y cierre, modernización y repliegue, entusiasmo y desencanto. No nos falta talento ni recursos; nos falta una síntesis.
La verdadera división en América Latina no es ideológica en el sentido tradicional. Es un desacuerdo sobre cómo se construye una sociedad justa y moderna. Un lado cree que la modernidad es importación; el otro, que es reinvención. Y ninguno ha logrado convencer al otro ni aprender de él. En ninguno de los dos lados del espectro cabe la idea que ha llevado a otros países a superar su subdesarrollo: el de construir una nación tecnológica. Crear riqueza sí, pero más importante aún, distribuirla mejor.
En esta región no hay países enfrentados, sino proyectos de vida en pugna. Cuando un mirrey gobierna en Ecuador, naturalmente se pelea con los líderes que se hicieron en la universidad pública y la lucha social. Y viceversa. Tal vez nuestro futuro dependa de reconocer que la región no puede progresar si se condena a elegir entre Miami y la UNAM, entre la seguridad del capital heredado y la esperanza del mérito colectivo. América Latina necesita, con urgencia, una modernidad propia: eficiente sin ser excluyente, tecnológica sin ser tecnócrata, ambiciosa sin ser arrogante, justa sin ser inmóvil.
Analista político

