Cuando yo nací, Arnoldo Kraus ya era una leyenda en mi casa. Arnoldo había salvado a mi tía Malena de una vasculitis agresiva unos años antes, y en mi familia le conferíamos la admiración que una tribu da a sus más venerables sabios. Durante mi infancia su presencia fue la de una sombra poderosa, mis papás lo consultaban para cualquier tema médico y él siempre contestaba con cariño y paciencia.
Recuerdo sobre todo las llamadas de noche, cuando alguna emergencia ocurría a deshoras y la preocupación y ansiedad inundaban a mi familia, amigos o nuestros seres queridos. Nosotros recurríamos a Arnoldo, porque siempre contestaba y lo hacía de una forma humana, cálida y próxima. Para Arnoldo lo humano siempre se anteponía a lo médico, y su manera de abordar las crisis era primero empática y luego científica. Tener el teléfono de Arnoldo nos hacía sentir protegidos, como si tuviéramos un acceso directo a quien puede ver más allá de la vida y negociar con la muerte.
Cuando salí de la universidad formé una amistad con Arnoldo. Nos gustaba platicar de política y filosofía. Arnoldo era culto y un gran conversador y podíamos pasar largas horas brincando de un tema a otro como quien salta charcos. En los últimos años no siempre estuvimos de acuerdo en nuestra visión de México, pero nuestros diálogos siempre fueron amables, divertidos y Arnoldo siempre estaba genuinamente interesado en escuchar y conocer la opinión del otro.
Esas discusiones también ocurrieron en público, en su maravilloso seminario de Bioética en la UNAM donde nos invitó varias veces a mi papá y a mí a hablar y discutir con él y otros expertos. Recuerdo mucho el seminario que hizo después del terremoto de 2017, un encuentro extraño en el que todos estábamos aún con miedo y shock, pero instados por Arnoldo a discutir colectivamente nuestro dolor.
Pero lo que más recuerdo de él eran las visitas a su consultorio. Arnoldo no actuaba como un médico sino como una especie de rabino laico. Su pequeño consultorio en el ABC estaba repleto de chucherías mexicanas: alebrijes, espejos y todo tipo de adornos y atrás de su escritorio Arnoldo preguntaba siempre por la familia y luego se ponía a platicar de política y filosofía. Cuando por fín llegabamos al diagnóstico médico, éste rara vez incluía medicina o tratamientos. La mayoría de las veces Arnoldo te preguntaba si estabas bajo mucho estrés, hablaba de la ansiedad y el frenesí y sugería vivir de forma más armoniosa y humana. Tenía una manera muy genuina de transformar un problema médico en una conversación sobre salud y bien vivir y reducir el estado de alarma ante noticias complejas.
Cuando mi mamá fue diagnosticada con leucemia, Arnoldo fue el primero en hablarme por teléfono. No tenía soluciones, porque no las había, pero sí empatía y dolor genuino por lo que estábamos viviendo. Nos acompañó durante todo el proceso, contestando siempre nuestras llamadas angustiadas. En algún momento acabamos yendo con un médico arrogante e inhumano en el Hospital Ángeles del Pedregal, y él nos recondujó con el Dr. Guillermo Ruiz Argüelles. Entre Arnoldo y Guillermo hicieron que mi mamá pudiera vivir dignamente los últimos meses de su vida. Cuando falleció mi mamá, sus palabras nunca fueron genéricas sino las palabras profundas de un sabio y me dieron consuelo. Cuando murió mi tía me habló por teléfono: “tu pobre tía, cómo sufrió en esta vida, pero cómo la quisimos todos”.
Las biografías y obituarios de Arnoldo lo plantean como un gran médico y un filósofo de la bioética, y sin duda lo fue, pero ante todo Arnoldo fue un humanista. En México es un caso único, el de un médico que no vio su profesión como una pasión personal o un negocio, sino como un espacio para poder sanar holísticamente a su comunidad. Arnoldo fue el médico que rompió con su profesión y se atrevió a salir del confort estéril del consultorio. A través de sus libros, sus columnas, sus seminarios y sus clases, Arnoldo tuvo más pacientes que cualquier otro médico, y aún así fue humilde, fue amigo, fue fraterno. Arnoldo fue un sabio, un sabio generoso y caluroso, que guió a su tribu por sus ansiedades, enfermedades y tristezas. Y su tribu fue muy grande. Uno a veces piensa que un médico no puede morir, pero al final de cuentas Arnoldo siempre fue profundamente humano.
Analista político