Hay momentos en los que la historia se reconfigura, no con el estruendo de las revoluciones, sino con la lenta cadencia del ajedrez geopolítico. En este siglo, estamos viendo el ocaso del orden unipolar y el nacimiento de un sistema más fluido, incierto y multipolar. China ha dejado de ser una promesa lejana para convertirse en una realidad contundente; Rusia desafía el statu quo desde su trinchera euroasiática; Europa busca su lugar en un mundo que ya no entiende del todo; y Estados Unidos, aún potencia, tambalea entre la nostalgia imperial y el miedo al declive.

En medio de ese tablero, México tiene una oportunidad. Esta vez, el reto no solo es interno. No se trata de reformar al país hacia adentro, sino de proyectarlo hacia afuera. Porque el nuevo orden mundial no solo se va a escribir en Washington ni en Pekín, sino en la capacidad de países intermedios como el nuestro de asumir un papel más protagónico. Entre las fisuras del nuevo mundo, hay espacio para que se cuelen nuevos actores. Solo los más inteligentes y audaces lo lograrán.

México debe levantar la voz. Y para hacerlo necesita claridad estratégica, audacia diplomática y liderazgo regional. La presidencia de Claudia Sheinbaum puede marcar un punto de inflexión si entiende que ya no basta con ser un socio obediente o un espectador prudente. Hay que construir una narrativa propia y colocarla con inteligencia en los foros globales. La presidenta tiene todos los atributos para volverse un referente mundial.

El primer paso es en nuestra casa grande: América Latina. Durante décadas, México jugó —a veces con timidez, a veces con soberbia— un papel ambivalente en la región. Hoy, esa ambigüedad ya no sirve. Frente al vacío de liderazgo, la fragmentación ideológica y la creciente influencia de China en Sudamérica, México tiene la responsabilidad de reconstruir un eje latinoamericano. No desde el nacionalismo anticuado ni desde el paternalismo burocrático, sino desde una visión compartida de futuro: integración económica, defensa de la democracia, combate común al crimen organizado y una agenda climática regional. México no debe mandar en América Latina, debe liderarla.

Pero para ejercer ese liderazgo regional, necesitamos reforzar la alianza fundamental: América del Norte. El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) no es sólo un acuerdo comercial: es una plataforma geopolítica. Frente al avance de China, Estados Unidos debe entender que su única posibilidad de mantener influencia global pasa por una Norteamérica unida, integrada, competitiva. Y esa unidad no puede construirse sobre la desigualdad ni sobre la desconfianza. México tiene que exigir, con firmeza y visión, una cooperación más profunda: energética, tecnológica, educativa. Convencer a Estados Unidos de que no puede enfrentar a China sin México no es una tarea fácil, pero es una batalla que se puede ganar con diplomacia estratégica, con resultados concretos y con una narrativa convincente: la de una región que no compite entre sí, sino que se complementa para sobrevivir. En los ojos de Washington, China es el verdadero enemigo, y México es en términos prácticos el único país que puede reemplazar lo que China actualmente provee a nuestro vecino del norte.

Al mismo tiempo, México debe reactivar sus vínculos con Europa. Las afinidades culturales, históricas y lingüísticas no son retóricas vacías: son capital diplomático. Mientras Bruselas busca alternativas frente a la presión rusa y el estancamiento económico, México puede presentarse como un socio confiable, estable, democrático. No como una copia exótica de Francia o España, sino como una voz propia, capaz de tender puentes entre los dos hemisferios. La diplomacia cultural, el libre comercio, la cooperación científica, los intercambios académicos y la inversión tecnológica son los caminos para fortalecer ese vínculo.

Y si México logra consolidar su presencia regional, revitalizar América del Norte y reencantar a Europa, entonces podrá mirar más allá. Porque el futuro no se juega solo en los polos tradicionales del poder, sino en los márgenes del mapa. Filipinas, con su historia compartida y su ubicación estratégica, puede ser un socio clave en Asia. Guinea Ecuatorial, donde aún resuenan ecos del español, puede abrir una puerta hacia África. No se trata de imperialismo ni de nostalgia colonial: se trata de diplomacia inteligente, de influencia blanda, de presencia cultural y económica.

La presidencia de Claudia Sheinbaum llega en un momento bisagra. Su legitimidad democrática, su inteligencia técnica y su sentido histórico le otorgan una plataforma sólida. Pero debe decidir qué quiere hacer con ella. Puede optar por la prudencia, el bajo perfil, la continuidad burocrática. O puede atreverse a construir una política exterior ambiciosa, moderna, y al mismo tiempo profundamente mexicana. Sheinbaum puede romper con el pasado inocuo de la diplomacia mexicana y convertirnos en un actor global con los beneficios económicos y políticos que eso conlleva.

El mundo está cambiando. Las certezas se disuelven. Los imperios se reinventan o se desmoronan. En ese caos creativo, México puede —por primera vez en mucho tiempo— dejar de ser sólo el espejo roto de sus propios traumas y convertirse en un actor relevante del escenario global.

Analista político.

@emiliolezama

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