Estuve diez días en CDMX y todo salió muy bien, de maravilla diría yo: La llegada, la estancia, la convivencia. El vuelo de ida puntual, la maleta de las primeras en aparecer en la cinta diez. Ah! Pero el regreso. De mi parte todo bien y a tiempo, el ansia –mi peor enemigo cuando viajo- bajo control. Colas, documentos, boletos, seguridad. Llegó el momento de abordar y yo feliz de poder instalarme en mi asiento junto a la ventanta y olvidar el tedio del largo vuelo hasta Madrid. Pero algo pasó. No fueron pajaritos en las turbinas ni amenazas terroristas, de hecho desconozco la causa, pero el avión salió tarde y perdí mi conexión. Escribo esto desde el lounge de Iberia en el aeropuerto Barajas. Encontré un asiento doble, tal vez triple que en su momento seguramente la hará también de camastro o similar. Tengo 12 horas “libres” antes del vuelo a Valencia y siendo las 7:30 am no estoy de humor de salirme a explorar. Alguna vez me pasó algo similar de regreso a Hong Kong y me quedé atorada 12 horas en Frankfurt, las cuales aproveché para rolarla por la ciudad. Otros tiempos. Otros ánimos. Ahora mismo me siento en mi propio Cónclave con humo muy negro emanando de mi cerebro. Dos vouchers para alimentos y entrada automática a su salón “exclusivo” no van a reponer las más de 12 horas de vida que perdí en este lugar. Pero vi gente interesante, muuuchos mexicanos camino a Roma o a no sé donde, vestimentas increíbles y acentos de hispanohablantes que trataba yo de coordinar con su país de origen, ejercicio muy divertido que recomiendo ampliamente. Obvio, llegó un momento en que decidí quejarme con Iberia vía X-tweeter e inmediatamente me respondieron. Son tres días después y más de ocho horas en el teléfono y no se ve claro con la compensación que me ofrecieron.

“No vuelen jamás por Iberia”, diría yo. “Vuelen por o lo que quieran”, diría el nuevo Papa Leo XIV, “... Pero vuelen”. Y al volar no se referiría precisamente de A a B, sino a extender las alas de la buena vibra que existe entre los seres humanos (aunque sea muy en el fondo), ser amables, ser pacientes, compasivos. Para mi enorme sorpresa, sus palabras me llenaron de emoción, me dieron esperanza, me dejaron tranquila y con la sensación de que al menos la Iglesia Católica seguirá intentando construir puentes y buscando el diálogo donde haga falta. Y eso que no soy fan de la Iglesia Católica. No obstante, veo en la persona de Robert Prevost a un ser humano inteligente, piadoso, alguien digno de admiración, bondadoso, sin un pelo de tonto. Además, creo que se siente más latino que gringo y habla español sin acento. El hecho que haya vivido prácticamente toda su vida como Third Culture Kid; por X-Tweeter, sus discusiones bien argumentadas con el nefasto de J.D.Vance son una delicia. El jueves pasado, desde el balcón del Vaticano, el peso del numerito podía sentirse en los hombros de Leo XIV, pero también calma, quietud, fe en que las cosas estarán bien, en confiar en el proceso, dirían los alternativos, palabras que al menos yo necesito escuchar o leer varias veces al día. Vi mucha emoción. Sentí mucha emoción. También me gustó que quitase barreras cibernéticas o de cualquier tipo llámese televisión o YouTube para que su bendición pudiese llegarnos a hombres y mujeres por cualquier medio. Tómenlo o déjenlo, amables lectores, pero ahí está por si se ofrece.

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