Acabo de salir de uno de esos lugares que de pronto visito y de los que ya les he contado: obscuro, ruidoso, confuso. La mente dando vueltas sobre su propio eje, o peor aun, totalmente paralizada, inmóvil, a veces en blanco, a veces rumiando las mismas experiencias de siempre, las mismas escenas, las mismas conversaciones y, todo a sabiendas de que el pasado no cambia y el futuro es incierto, desconocido. Una crisis existencial. Qué necedad. Qué flojera. Otra de las genialidades de ser pensante. Sin embargo, fue una crisis anunciada. Gracias a la atinada observación de mi terapeuta hace ya un par de meses, he logrado salir del centro de la tormenta casi sin mojarme, todavía en una pieza y, si bien no he retomado la vida al 100% puedo afirmar que voy por buen camino. Mis ganas de colgar la toalla ya casi desaparecen y ahora la pregunta es ¿por dónde le sigo?
Entre psicólogos, terapeutas y sociólogos, una crisis existencial y una crisis de identidad son muy similares: conflictos internos que afectan el día a día caracterizados principalmente por el sentimiento de que la vida no tiene sentido. En estos tiempos modernos no es de extrañarse que la crisis nos ataque de vez en cuando y sin motivo aparente, aunque en realidad las razones sobren. Estamos viviendo épocas históricas llenas de cambios, ajustes, temores e incertidumbre, el tapete no deja de moverse, uno tratando de guardar el equilibrio, pero con tanto y tan seguido resulta difícil. Y luego está lo de adentro, lo privado, el cerebro, el corazón, sus amigos e invitados, los pequeños logros y frustraciones que se pierden en un mar de información de “afuera”. ¿Cómo no va a ser lógico preguntarse seguido quién soy? ¿A dónde voy? ¿De qué la giro?
El Instituto Carl Rogers define una crisis existencial como “un periodo en el que una persona se sumerge en una profunda reflexión y se enfrenta a las preguntas fundamentales sobre el propósito de la vida, la identidad y el significado de su existencia” (2023). La crisis más famosa es la de la edad mediana, la más obvia, cuando a los señores les da por comprarse coches rojos y a las señoras darse una vuelta por el cirujano plástico. En segundo lugar, la del primer cuarto de vida, distinción identificada por Abby Wilner en 1997 quien al estudiar adultos en sus veintes se dio cuenta que los retos y oportunidades a los que se enfrenta este grupo es igualmente abrumador que para los primeros. En ambas fases el ser humano busca encontrar respuestas a preguntas similares. Yo pasé por las dos por supuesto; es más, a veces siento que mi vida ha sido una crisis constante, con periodos de calma por aquí y por allá. En el caso más reciente, todo ha sido como estar al borde de un remolino marino, aferrada de alguna manera a la superficie mientras el resto da vueltas y vueltas, usando toda mi fuerza para no dejarme llevar al fondo, observando y esperando a que pase lo peor, sabiendo que eventualmente volverá la calma. Porque siempre vuelve. Siempre. La cosa es recordarlo y no hacer en el inter tonterías como cortes de pelo radicales, o adquirir tatuajes por las razones equivocadas. Al menos en mi caso, lo que mejor funciona es apegarme lo más posible a mi rutina diaria, tres comidas, un número decente de horas para dormir, entre más normal siga mi rutina diaria, mejor. En cuanto a la siguiente crisis oficial, la de la tercera edad, no aparece sino hasta pasados los 65. Ningún caso angustiarse desde ahorita.