Estoy en CDMX. No visito muy seguido y, cuando lo hago, rara vez salgo de las cuatro calles que ocupan mi zona de comfort, mi mundito, un sitio que según yo conozco bien. Traigo dos maletas a medias: las botas, los tenis, la blusa mona, el hoodie y espacio suficiente para lo que se pueda ofrecer. Me hospedo en la misma casa de siempre, la de toda la vida, en la que no crecí y, aunque nada ha cambiado yo me siento diferente. Así, me aventuro a visitar espacios de antes y entonces, con sano desapego e imparcialidad. Será que vivo lejos y sólo me entero de lo malo, lo preocupante, lo que es triste y frustrante, lo cierto es que esta ciudad es una locura llena de sorpresas.

Voy al centro, en Uber, sorteando el tráfico del medio día.  Lento pero seguro, Manuel, el conductor, me lleva por rumbos tan desconocidos como familiares:  se cambian llantas, se hacen fotocopias,  puestos con tortas de pollo, longaniza, huevo o milanesa.  Coches en ambas aceras, algunos baches, paredes obscuras, construcciones a medias, seguimos subiendo, giro a la derecha, andamos por Tacubaya.  Y en mi gran turista aparece el Ritz-Carlton y yo ni idea, ni el de junto. Reforma como nunca antes la había visto majestuosa, orgullosa, respetable, de no traer prisa me hubiese bajado a caminarla aunque fuese un par de cuadras y me tomaba selfies con los alebrijes, con las calaveras que quedaron del desfile que pasé volando en un avión.  Ya será en otra ocasión.  Sopa de hongo y flor de calabaza en agradable compañía, más de 150 años de aventuras condensadas en una sola mesa, sin selfie.

Taxi de regreso por Dr Río de la Loza. Pensar que alguna vez fue mi ruta de todos los días, el día de hoy de no ser por los letreros no sabría ni dónde estoy, graffitti sin ton ni son. Mi taxista tiene barba y está tatuado, me cuenta de su hijo quien le regaló la calaca que cuelga del foquito del techo; el asiento trasero está siendo protegido por el Hombre Araña pero no sé si también es temporal. Vivió seis años en Estados Unidos y regresó, por supuesto que extraña la lana pero mejor con su familia. Y de pronto, en el segundo piso rumbo al sur, la ciudad impone. Esto de no ser ni de aquí ni de allá, es particular. Mientras tenga la pinta y no me cambien la jugada me es posible pasar como local, es sólo cuando abro la boca que entra la duda. Allá en Valencia, mi habitat, me pasa exactamente lo mismo. Ya comí cacahuates japoneses, alegrías, guayabas y tacos, me faltan ceviche, enchiladas suizas, la jicaleta con limón y tajín. Como en Valencia y su gelato, las clochinas o el General Life

La gente habla y habla de Acapulco, que si sí, que sí no, que si quién se robó las televisiones y por qué. Habla también de política, de las guerras, mucha ignorancia y poca compasión, como el resto del mundo. Hay temas que están tan claros y otros indescifrables, brumosos,  obscuros, yo admiro y aplaudo a valientes que alzan la voz al tiempo que observo e intento hacer un balance justo.  Me cuesta trabajo.  Tengo la maldita manía de sentirme culpable por mucho más de lo que en realidad me toca.

Más salidas en la mira, más oportunidades de curiosear por aquí y por allá ya sea con pretexto o nada más porque sí.  Hay gente que no podré ver hasta quién sabe cuándo o si volveré a ver y, no estoy segura de lo que quiero pensar al respecto o si quiero siquiera volverlo a pensar. Así suele suceder. No cabe duda que hoy son muchos años después. Y agradezco.

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